Santo Domingo, República Dominicana
La historia dominicana nos ha dotado de una fuerza particular para sobrevivir como pueblo. En el siglo XVII defendimos nuestro suelo de piratas y corsarios mientras España nos abandona por sus conquistas en Tierra Firma. A finales del XVIII España nos cede a Francia sin lograrse la ocupación francesa. En el XIX salvamos nuestra nación de la desaparición frente a las permanentes ocupaciones e invasiones de los poderosos ejércitos haitianos (el enemigo se había instalado en el lado occidental de nuestra propia cuna), y en ese mismo siglo XIX nos sacudimos de la anexión española mediante la triunfante guerra de la Restauración.
Historiadores extranjeros, como el canadiense Richard Pattee, han explicado esa rara vitalidad y las energías ocultas que sostienen al pueblo dominicano, de la siguiente manera:
“La nacionalidad dominicana ha vivido desde los albores de su historia una de las experiencias humanas más apasionantes de todos los tiempos; la co-existencia y la asimilación de razas distintas y de culturas que parecían excluirse mutuamente. Al principio fue la cultura hispánica frente a la indígena, hasta que ésta desapareció por inanición y por incapacidad de supervivencia. Luego fue el drama de la importación de negros africanos bajo el régimen de la esclavitud y la fusión lenta y progresiva de los dos elementos entonces presentes. Más tarde, cuando el carácter hispánico y europeo, como nota dominante de su vivir, se afianzó con solidez indestructible, fue la lucha tenaz contra la imposición de lo africano como influencia preponderante y el desplome de la vida de raíces hispánicas ante el peso y el empuje de las masas negras concentradas en el occidente de la isla.
Problema social, problema de convivencia racial, fusión sin desaparición: he aquí los elementos constitutivos, moralmente hablando, de la experiencia dominicana desde la fundación de la Isabela hasta el siglo actual.
El caso dominicano es absolutamente único en el mundo, en cuanto que se ha desarrollado sobe una tierra estrictamente limitada por la estrecha vecindad con otro pueblo cuyas bases son esencialmente diferentes y en muchos aspectos antagónicas. Islas divididas entre contingentes humanos de diversa procedencia y de tradiciones distintas se hallan en el mundo, empezando nada menos que por la Gran Bretaña, que en una sola isla reúne tres pueblos de formación cultural divergente: Escocia, Inglaterra y el País de Gales. Pero en este caso, hay elementos de similitud fundamental que han permitido la formación de una sola nacionalidad coherente y capaz de mantener su unidad.
La península ibérica guarda cierta semejanza, aunque no en lo insular, al estar dividida en dos pueblos brotados de las mismas entrañas para formar desde hace siglos dos unidades perfectamente definidas y destinadas a cohabitar sin fusionarse.
Hay en el mundo otros casos en que dos razas o dos modalidades de cultura comparten un solo territorio. Los turcos y griegos co-existen en Chipre –si la expresión co-existir conviene- con resultados que no son particularmente alentadores. Dos lenguas y dos tendencias espirituales se enfrentan en algunas islas, como en el Ceilán contemporáneo, donde una mayoría singalesa ejerce la autoridad suprema sobre una minoría tamul, con la tirantez y el conflicto que son la consecuencia inevitable y a pesar de la unidad política imperante.
En las Antillas hay islas como la de San Martin, cuya parte sur corresponde a los Países Bajos y el norte a Francia. Sin embargo, en ninguno de estos casos existen circunstancias tan profundamente disgregadoras como entre la República Dominicana y Haití. Aquí no se trata de dos ramas de la población original o fundadora, sino de dos razas, la primera responsable del establecimiento de la civilización europea en este rincón de América, y la segunda descendientes de los esclavos de diversas partes de Africa y arrancados de sus tierras durante el tiempo de la trata negrera para servir los intereses de explotación económica de la parte occidental francesa, donde la opulenta Saint Domingue se convirtió en un emporio de riqueza.
La historia de la República Dominicana está repleta de incidentes, episodios bélicos, largos períodos de sojuzgamiento, agresiones y presiones de parte del territorio vecino, más densamente poblado. Hubo momentos de crisis dramática y más de una vez se inició lo que aparentaba ser la lenta agonía de la parte española. Esta historia atestigua una rara tenacidad en la defensa de los valores espirituales y culturales heredados y una voluntad de supervivencia singularmente emocionante.
Que un pueblo como el dominicano haya podido llegar a la edad contemporánea sin sucumbir a los embates fulminantes de una adversidad ininterrumpida es un hecho que atestigua la vitalidad y las energías ocultas que lo animan y lo sostienen”. (Richard Pattee: ‘La República Dominicana’, Capítulo II, pp. 21-28 – Ediciones Cultura Hispánica, 1967).
En los siglos pasados el pueblo dominicano realizó heroicos esfuerzos para no sucumbir y sobrevivió; en el presente estamos obteniendo la plena autoconsciencia de nuestras potencialidades como nación conformada en la permanente fusión étnica en pobreza, en la constante amenaza y el desamparo vigorizante.
[Pedro Samuel Rodríguez R.,
Santo Domingo, República Dominicana, sept., 2016]
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