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Los verdaderos restos de Colón están en Santo Domingo 1
Por
Por
Carlos Esteban Deive González 2 y
Manuel A. García Arévalo 3
El pleito, en ocasiones ruidoso y no exento de mutuos reproches, parece cobrar nueva actualidad con motivo de la señalada efeméride, pero es de esperar que esta vez discurra por causes más sosegados y despojado de sentimientos prejuiciados que en nada contribuyen al esclarecimiento de la verdad. Tal es el deseo que nos ha animado al aceptar y agradecer la invitación que nos formulan los organizadores de este evento.
Como es de todos sabido, el cadáver de Colón quedó enterrado provisionalmente en el convento franciscano de Valladolid, donde permaneció hasta 1509, cuando su hijo Diego dispuso, antes de partir para Santo Domingo con su esposa María de Toledo para asumir el gobierno de Las Indias, que fuese depositado en la Cartuja de las Cuevas hasta su inhumación definitiva en el monasterio que había mandado a construir en La Española, según consta en su segundo testamento de 8 de septiembre de 1532. Vuelto a España en ese año, falleció en Puebla de Montalbán en 1526 y sus criados llevaron el cuerpo a la Cartuja, siendo sepultado junto a su padre.
Diego Colón no pudo cumplir su deseo de trasladar a Santo Domingo los restos del Descubridor. Fue su viuda quien, luego de sortear numerosos obstáculos, llevó esos despojos y los de su marido a la isla, no para enterrarlos en el monasterio, sino en la catedral, a cuyo efecto logró la autorización real alegando que el Primer Almirante quiso yacer en Santo Domingo. 4
No existe constancia documental de que Cristóbal Colón hubiese manifestado tal cosa, pero su hijo Diego, en su citado segundo testamento, dice que su progenitor encargó que sus cenizas fueran inhumadas en La Española,
“... pues más acepta sepultura no podía ni pudo elegir que estas partes...” 5
Obtenidas las cédulas de concesión de la capilla mayor, María de Toledo, estando en España, extrajo de la Cartuja los restos de Colón y de su esposo y embarcó con ellos para la isla el 9 de septiembre de 1544 en la nao ‘Nuestra Señora de los Valles’ 6
Prueba de que ambos restos fueron sepultados en la dicha capilla es el testamento de la virreina de 27 de septiembre de 1548. En él solicitó que los suyos reposaran cerca de los sepulcros de Cristóbal y Diego Colón junto al presbiterio del altar mayor,
“...porque estemos juntos en la muerte como nuestro Señor quiso que estuviésemos en vida...” 7
Descansaba, pues, el Primer Almirante en su última morada cuando, el 22 de julio de 1795, España cedió a Francia el dominio total de Santo Domingo, la que fuera su primera colonia en tierras americanas como parte de los acuerdos a que ambas naciones habían llegado en el Tratado de Basilea para concluir la guerra iniciada dos años atrás.
Cinco meses más tarde, como una de las tantas desventuras que les acarreó a los dominicanos el infame y desconsiderado cambio de soberanía, el teniente general de la armada española, Gabriel Aristizábal, quien se hallaba en la ciudad capital para trasportar a Cuba las familias que optasen por abandonar sus hogares, pidió al gobernador Joaquín García, vicepatrono real, su autorización para conducir a La Habana los restos de Colón. 8 Enterado del proyecto, el arzobispo Fray Fernando Portillo y Torres aleccionó al marino para que lo llevase a cabo.
La cesión de Santo Domingo a Francia fue, en palabras de Menéndez Pelayo, un acto “odioso e impolítico” mediante el cual los naturales de la isla “fueron vendidos y traspasados como un hato de bestias”. No es de extrañar, por tanto, que el valido Manuel de Godoy escribiese en sus memorias que ningún tratado costó a España menos sacrificio que el de Basilea, si es que puede considerarse sacrificio la entrega de Santo Domingo, “tierra ya de maldición... y verdadero cáncer” cuya posesión, “era una carga y un peligro continuo”, de modo que, agregó, que:
“lejos de perder, ganamos en quitarnos los compromisos que ofrecía...”
Olvidó Godoy que los hijos de esta tierra que injuriosamente calificó de maldita permanecieron durante casi tres siglos en denodada y permanente lucha contra los franceses e ingleses para mantenerla bajo el domino de la corona española y preservar incólume su cultura, recibiendo a cambio, como triste recompensa, la orden de abandonar sus hogares y bienes, orden que les causó un inmenso dolor, cuantiosas pérdidas, separaciones, el éxodo de la clase intelectual y, para colmo, el traslado de lo que se creyó los restos de Cristóbal Colón a La Habana.
De manera inconsulta y emotiva, sin que mediara una orden real y sin tener la previa aprobación de la Casa de Veragua, el prelado y el Teniente General de la Real Armada llevaron a cabo la exhumación apresuradamente, pues estaba establecido que la entrega de la isla debía ser en un mes después de publicarse las estipulaciones de Tratado.
El 20 de diciembre, abrieron una bóveda situada en el presbiterio de la capilla mayor de la catedral, del lado del Evangelio, entre la pared principal y la peana del altar mayor. Según se lee en el acta levantada por el escribano José Francisco Hidalgo, la bóveda tenía una vara cúbica y en ella se encontraron
“unas planchas como de tercia de largo, de plomo, indicantes de haber habido caja de dicho metal, y pedazos de huesos como de canillas y otras partes de algún difunto”. 9
A continuación, se recogió todo y se introdujo en una “arca de plomo dorada con su cerradura de plomo... de largo y ancho de media vara y de alto como de más de una cuarta.” 10
Adviértase que el acta del escribano no dice quién era el difunto. Se limita a decir que, en el puerto, fue saludado con una salva de quince cañonazos, como si correspondiesen a los honores que se tributaban a alguien que ostentó el título de Almirante.
De atenernos al acta de Hidalgo, ¿podría Aristizábal y Portillo tener la más absoluta seguridad de que aquellos restos pertenecían a Cristóbal Colón? ¿Vieron en la bóveda o planchas algún epitafio, algún nombre, alguna señal que les permitiera saber con certeza que se trataba de él? Desde luego que no.
Ante tan desolador silencio, Hidalgo, fiel a su oficio, sólo dejó constancia de la existencia en la bóveda de los huesos de un anónimo difunto. En caso de que un testigo lo supiese, el escribano habría procedido de forma similar a como lo hizo Bernal González de Vallecillo, quien, al certificar el traslado de la osamenta de Colón desde Valladolid a Sevilla, consignó que Juan Antonio, mayordomo de Diego Colón, afirmó que era la del “señor almirante don Cristóbal...” 11
Los autores españoles que defienden la autenticidad de los restos exhumados en 1795 se han basado en los siguientes argumentos:
1. No era necesario que Hidalgo señalase el nombre de Colón, por lo que el acta puede considerarse como fuente informativa de la veracidad de la exhumación y traslado de los restos a La Habana;
2. La exhumación se realizó sin prisas y guardando todos los requisitos del caso
3. Los enterramientos en la capilla mayor estaban vedados a personas que no fueran de estirpe regia a no ser que concurriera una merced especial, razón por la cual la bóveda abierta sólo podía ser la de Colón, cuyo sepelio se efectuó en ella en virtud de las cédulas de concesión;
4. Aristizábal y Portillo conocían el sitio exacto, señalado por una tradición constante e invariable;
5. La urna tenía una inscripción en versos latinos que indicaba que los restos eran del Descubridor.
¿Qué decir a todo eso? Vayamos por partes.
De acuerdo con José María Asensio, no se creyó oportuno asentar el nombre de Colón en el acta porque todos sabían dónde estaba la sepultura, lo que explica
“el silencio de los testigos y la falta de detalles referentes a la losa que cubriera la bóveda, posición de la caja, lugar que ocupara, etc.” 12
Ciertamente, Hidalgo omitió esos datos, pero, en cambio, menciona el tamaño de la bóveda, su situación en el presbiterio, las planchas de plomo, la clase de restos que se hallaron, el color, el material y dimensiones de la nueva urna, el tipo de cerradura, el ataúd en que se puso y la tela con que se forró.
Consecuentemente, si, como entiende Asencio, las particularidades que cita estaban de más, Hidalgo debió prescindir asimismo de todas las que incluye en el acta. Lo único que no pudo anotar, porque no lo había, fue el nombre de Colón. ¿Lo hubiera el escribano pasado por alto de estar grabado en algún lugar? Sinceramente lo dudamos.
La exhumación de 1795 fue a todas luces un acto precipitado. Es falso que Aristizábal y Portillo dispusieran, como asevera Cuartero y Huerta, de un año y tres meses, desde el 24 de octubre de 1794, cuando el duque de Veragua, Mariano Colón y Toledo Larreátegui, se quejó del abandono en que estaba la sepultura de su ilustre antepasado, hasta el 20 de diciembre de 1795, para cerciorarse de la localización exacta de ella 13. En 1794 aún no había ocurrido la cesión de la colonia a Francia ni nadie había soñado con trasladar los restos de Colón a La Habana.
No son los dominicanos los que, como supone Cuartero y Huerta, critican el apresuramiento con que se realizó la apertura de la bóveda de 1795, sino el arzobispo Portillo. En su carta a Godoy, del 9 de mayo del año siguiente , le expresó amargamente su disgusto por habérsele impedido, hasta la víspera del embarque de los restos, disponer de
“aquellas 24 horas que empleé… para hacer túmulo, estudiar sermón, convidar a todas las comunidades y cuerpos eclesiásticos…” 14.
Más aún, en el acta de Hidalgo, al final, hay una nota según la cual en el expediente no se incluyó la cuenta de los gastos “a causa de la celeridad del tiempo.”15
Respecto a que los enterramientos en el presbiterio de la capilla mayor estaban prohibidos a personas ajenas a la realeza, y por tanto, no había por qué mencionar el nombre de Colón en el acta, ¿acaso ignoraba López Prieto, quien eso afirma, 16 que allí también yacían su hijo Diego y su nieto Luis? Colmeiro añadió los del Adelantado Bartolomé Colón 17 pero erró, pues fue sepultado en el convento de los franciscanos.
Pasemos ahora a la tradición “viva y perenne”. López Prieto cree que los signos exteriores existentes sobre la lápida de Colón fueron borrados en 1655 por orden del arzobispo Guadalupe y Téllez para evitar su profanación en vista del inminente ataque inglés a la ciudad de Santo Domingo que Cromwell había aprobado con el propósito de arrebatar a España parte de los territorios ultramarinos. 18 El ataque terminó en estrepitoso fracaso.
¿Es esto cierto? En su “Relación sumaria del estado presente de la isla Española”, escrita en 1650, el racionero de la catedral, Luis Jerónimo Alcocer, dice:
“Detrás de la rexa de la capilla mayor… en lo baxo, tienen su entierro, los almirantes de las Indias… pero como no asisten en esta ciudad ni an labrado sepultura suntuosa, sino que en el suelo, en una sepultura humilde sin losa, están enterrados.” 19
Para redactar su Relación, Alcocer escudriñó cuantos documentos tuvo a su alcance, interrogó a personas a ancianas, veraces y de comprobada sapiencia y moralidad y vio todo lo que de notable y digno de mención había en la catedral. No obstante, sólo pudo reseñar que los restos de Colón estaban en la capilla mayor, según lo decía.
Además, copió los epitafios de los obispos Rodrigo de Bastidas y Alejandro Geraldini, el de Diego Caballero, un prohombre de la colonia, y los del padre y madre del primero. ¿Le hubiera pasado inadvertido al acucioso canónigo el del Descubridor de haber estado esculpido en su sepulcro? Guadalupe y Téllez mal podía mandar que se borrase lo que no existía.
En 1549, el arzobispo Alonso de Fuenmayor testificó que la sepultura de Colón era “muy venerada y respetada en nuestra santa iglesia, en la capilla mayor”.
No dudamos de que así fuera, pero de esta frase no se puede colegir, como lo hace López Prieto, que el sepulcro estaba situado “al lado del ambón del Evangelio.” 20 El arzobispo sólo hablaba de la capilla, sin señalar un lugar específico. Otro prelado, Escalante Turcios, en una representación enviada al rey, de 1677, recordó que los restos del Primer Almirante reposaban “a la diestra del altar”.” 21 Nada más.
Otro documento esgrimido a favor de la tesis española es el sínodo diocesano celebrado en Santo Domingo a finales de 1683 bajo la dirección del arzobispo Fernando de Navarrete. En él se lee que los despojos de Colón se conservaban en,
“una caxa de plomo en el presbiterio, al lado de la peana del altar mayor, con los de su hermano don Luis Colón, que están al otro, según la tradición de los antiguos de la isla.” 22
El sínodo es para Colmeiro la fuente principal de las noticias comunicadas al Gobierno Español por las autoridades de Santo Domingo y Cuba acerca de la exhumación y traslado de los restos en 1795. 23 De ser así, muy flaco servicio ofrece el distinguido académico a su causa. El texto no designa el sitio preciso de la bóveda. Se reduce a decir que figura al lado de la peana, confunde a Luis Colón con Bartolomé y olvida a Diego.
Que el presbiterio de la catedral carecía de señales externas denotativas del sepulcro del Descubridor lo confiesa Pedro de Carvajal y Cobos, ex gobernador de Santo Domingo, en 1673, a propósito del pleito concerniente a las armas heráldicas colocadas en las paredes de la capilla mayor:
“…no hay bultos de los cuerpos allí sepultados, con que totalmente se han quedado sin ninguna memoria”. 24
La tradición “viva y perenne” es tan confusa y vaga que da pena. Fuenmayor sitúa los restos en la capilla; Alcocer debajo del presbiterio; Escalante y Turcios al lado del Evangelio; el sínodo junto a la paena; Carvajal y Cobos no tiene ni idea de ellos.
Anunciada Colón y Carvajal y Guadalupe Chocano Higueras, dos notables historiadoras españolas, afirman que en la urna de Colón de 1795 hasta había grabada una inscripción en versos latinos, la cual constituye la prueba fundamental y definitiva de que Aristizábal y Portillo conocían el lugar exacto de la sepultura, 25, coincidiendo así con Cuartero y Huerta, quien también asegura lo mismo.
Esos versos empiezan: ‘Hic locus abscondi praeclara membra Coloni…’ y forman parte de la elegía que Juan de Castellanos compuso en 1588 en alabanza del Descubridor. Si Colmeiro duda de la veracidad del epitafio, nosotros lo negamos rotundamente.
Castellanos escribó sus ‘Elegías de Varones Ilustres’ en plena ancianidad, cuando adolecía de una pésima memoria, y por no haber tomado apuntes de lo que vio y oyó, sus noticias sobre América están plagadas de errores. 26
Los versos dedicados a Colón son un invento suyo, lo mismo que los epitafios de Rodrigo de Arana, quien murió ahogado junto con su hermano Diego en el ataque del cacique Canoabo al Fuerte de la Navidad, y de Bobadilla, desaparecido en el Mar Caribe.
Quien mencionó por primera vez el epitafio de Castellanos fue Colón de Toledo y Larreátegui en carta al arzobispo Portillo de 25 de febrero de 1794. En ella le anunció que tenía noticia de ‘la caja de plomo en que están los huesos del Almirante y de los versos latinos que lo indican’ 27 noticia que leyó en el ‘Diccionario de la América’ de Alcedo, dando por cierto que figuraba en la capilla mayor y que todos en Santo Domingo sabían “como cosa notoria.” 28
El escritor francés Moreau de Saint-Méry, autor de la obra ‘Descripción de la parte española de Santo Domingo’, publicada en 1796, dedicó varias páginas a averiguar, sin éxito, dónde se encontraban los restos de Colón. Sobre el particular dijo que el epitafio, según Alcedo puesto en el sepulcro, ya no existía, si alguna vez lo hubo, agregando que su recuerdo se había perdido en la colonia española. 29 Moreau de Saint-Méry inició su indagación en 1783.
Luego de asegurar que los versos latinos estaban en la urna de Colón, las citadas historiadoras nos sorprenden cuando, más adelante, expresaron:
“…cierto o no que en la caja de los restos de Colón estuvieron grabados los versos latinos, fueron un dato que sin duda alguna condicionó la exhumación de 1795”. 30
¿Se hallaban o no se hallaban en la urna? En caso afirmativo, los restos eran del Descubridor; de lo contrario no. Más, si admiten la posibilidad de que no estuvieran, ¿cómo podía condicionar algo que no existe dicha exhumación? Aunque no compartimos sus conclusiones, nos complace señalar que de todos cuantos del lado español han intervenido en el debate sobre la sepultura del Almirante, Colón y Chocano han sido quienes lo han hecho con mesura, respeto y sin caer en diatribas y falsas acusaciones, conducta que los honra.
Descartada la tradición por imprecisa y los versos latinos por imaginarios, cabe preguntar ¿por qué Aristizábal y Portillo eligieron la bóveda donde había “algún difunto”? La respuesta nos la da Moreau de Saint-Mery. Como queda dicho, el escritor francés deseaba investigar en qué lugar se hallaban los restos de Colón.
A ese fin, se dirigió en 1783 a José Solano y Bote, ex gobernador de Santo Domingo y en ese entonces comandante de una escuadra española surta en una ciudad de la colonia francesa, en solicitud de ayuda. A su vez, Solano se la pidió a su sucesor, Isidro Peralta, quien le remitió tres certificaciones firmadas por José Núñez de Céceres, Manuel Sánchez y Pedro Gálvez, decano, chandre y maestrescuela, respectivamente, de la catedral.
Los tres afirmaron, prácticamente con idénticas palabras, que, habiendo sido destruido el santuario el 30 de enero de 1793, se procedió a repararlo, tropezándose con un cofre de piedra, o sea, una bóveda, hueco, de forma cúbica y de aproximadamente una vara de altura, con una urna de plomo un poco deteriorada, que contenía unos huesos humanos.
Años antes, se halló otra, añadieron, en iguales circunstancias y, según la tradición y un capítulo del sínodo de 1683, el del lado del Evangelio ‘se creía’ que encerraba los huesos de Cristóbal Colón y el de la Epístola los de su hermano Bartolomé o Diego Colón. Las certificaciones estás fechadas los días 20 y 26 de abril. 31
Al comentar estos hallazgos, Colmeiro se congratuló de que los mismos confirmaran la tradición ‘viva y constante’ que indicaba el sitio exacto de los restos de Colón y conducía a las de su hermano Bartolomé. 32 La cédula de concesión de la capilla mayor a Luis Colón, de 2 de junio de 1539, lo facultaba tan sólo a enterrar a ‘su abuelo, padres, hermanos y sus herederos y sucesores en su casa y mayorazgo’, 33 por lo que se excluía a su tío.
Que nadie se lleve a engaño. La bóveda de 1795 es la misma que la de 1793. Las dos estaban localizadas al lado del Evangelio. Núñez de Cáceres, Sánchez y Gálvez describieron la de 1793 como de forma cúbica y de una vara de altura. El acta de Hidalgo expresó que la de 1795 tenía una vara cúbica. La urna de 1793 estaba algo deteriorada. La de 1795, únicamente conservaba las planchas de una caja de plomo.
En ninguna de ellas había inscripciones. Los canónigos vieron varios huesos, que, según el gobernador Peralta, se hallaban en su mayor parte reducidos a cenizas, si bien reconoció los del antebrazo. El escribano de 1795 escribió ‘pedazos de huesos como de canillas’. Antebrazo y canilla son voces sinónimas. ¿Se desea una mayor coincidencia?
Los sacerdotes que certificaron los fortuitos hallazgos de 1783 fallecieron antes de 1795, pero los demás que atendían la catedral, siete en total, aún vivían en ese segundo año, de manera que fueron ellos quienes informaron a Aristizábal y a Portillo el sitio donde debían excavar. El arzobispo había tomado posesión de su sede en 1789 y, como es de suponer, lo enteraron del descubrimiento de 1783.
Las historiadoras españolas no aceptan que la bóveda de 1783 es la abierta doce años después, ya que aducen ésta se encontraba, de acuerdo con el plano del coronel Sebastián Rodríguez de la Fuente, enviado a Santo Domingo por el capitán general de Cuba para que le informara sobre los restos de 1877, fuera del presbiterio viejo, junto a la puerta de entrada de la sala capitular.
En realidad, lo que dice el oficial es que los restos de Cristóbal Colón se depositaron junto al ambón, o sea, el púlpito del Evangelio, y los de su hijo Diego, ‘que fue la fosa que se abrió en 1795’. 34 Por consiguiente, la bóveda de ese año no era la de Cristóbal Colón, sino la de su primogénito.
Emiliano Tejera, quien residía en la ciudad de Santo Domingo, fue coetáneo del descubrimiento de 1877 y estudió concienzudamente, cuantas veces quiso, el presbiterio de la catedral, sostuvo que la bóveda de 1795 se hallaba en el primitivo, mientras Rodríguez de la Fuente reconoció que su dibujo no era todo lo fidedigno que debiera ser.
Las décadas siguientes a 1795 estuvieron marcadas en la historia dominicana por una dramática y aciaga sucesión de acontecimientos. A la invasión de Toussaint Louverture, un ex esclavo de la colonia francesa, a la parte oriental de la Isla en 1801, se sumaron su dominio por Francia de 1804 a 1809, el regreso a su antigua metrópoli hasta 1821, la incorporación forzosa a Haití, la fundación de la República Dominicana en 1844, cuatro invasiones haitianas, la Anexión a España de 1861 a 1865 y numerosos golpes de Estado, dictaduras y guerras civiles.
Inmersos en todos estos perturbadores sucesos, los dominicanos se habían desatendido por completo la exhumación de 1795, en la creencia de que los restos de Colón habían sido llevados a La Habana. Tan convencidos estaban que las autoridades iniciaron en 1812 varias gestiones para reclamar que fuesen devueltos a Santo Domingo, cuando por propia voluntad de los dominicanos, tras derrotar a los franceses, lograron reincorporar la antigua colonia a la tutela de España. Una orden del Ministerio de Gracia y Justicia del Gobierno Español de 3 de junio, aprobó la restitución, la cual contó con el aval del Duque de Veragua, mas por diversas e ignoradas circunstancias no se llevó a cabo.
En 1877, el delegado apostólico Roque Cocchia y el padre Francisco Xavier Billini decidieron realizar unas reparaciones en el presbiterio de la catedral. El 14 de mayo apareció una bóveda pegada a la pared del lado de la Epístola con una urna cuya inscripción decía que los restos pertenecían a Luis Colón.
Como se sabía que en la capilla mayor habían sido enterrados los de Diego y de su madre María de Toledo, se prosiguieron los trabajos y el 8 de septiembre se halló una sepultura no abovedada frente a la puerta de conducía a la sala capitular, de la que se extrajeron otros restos y unos galones militares, comprobándose que eran los del general Juan Sánchez Ramírez, el héroe que reintegró la colonia a España en 1809 tras luchar contra los franceses.
El día 9 de mayo, bajo el dosel arzobispal, se descubrió otra bóveda, pero vacía, de modo que todos entendieron que de ella se habían sacado los supuestos restos de Cristóbal Colón. El 10 se hoyó en el espacio comprendido entre la bóveda y la pared lateral, viéndose una tercera en cuyo interior había una caja de plomo encima de dos ladrillos. Quitados el polvo y el cascajo, pudieron leerse varias inscripciones: “D. de la A. Per. Ate” “, C.C.A.; Illtre y Esdo. Varon Dn. Criftoval Colon”, que significan
“Descubridor de la América. Primer Almirante; Cristóbal Colon Almirante; Ilustre y esclarecido varón don Cristóbal Colon”
La caja se selló y dejó en el mismo lugar hasta el 2 de enero de 1878, cuando, a instancia de la Real Academia de la Historia y en presencia, entre otras personalidades, del cónsul español José Manuel de Echeverri, se procedió a realizar un experticio más minucioso de la caja, observándose una lámina de plata, suelta, con un texto que decía:
“U. ap. te de los retos del P.mer Alt. Cristóbal Colón Des.”, o sea “Ultima parte de los restos del Primer Almirante Cristóbal Colón Descubridor.”
El cónsul Echeverri telegrafió a España para dar cuenta del hallazgo, expresando que los restos eran del Descubridor mientras los existentes en La Habana se creía que correspondían a su hijo Diego. Ante la insólita noticia, Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministros, mantuvo la legitimidad de la exhumación de 1795 hasta que la Real Academia de la Historia, “única autoridad con las calificaciones necesarias para invalidar o sancionar” el suceso de 1877 diera su veredicto, tildando de paso a los protagonistas del hecho de haber sucumbido a
“una alucinación padecida por la doble ceguera del entusiasmo y de su crítica pobreza, para no juzgarlos víctimas de una triste mixtificación”.
Como vemos, la inusual y gratuita aseveración de Cánovas adjudicaba a la Academia el monopolio de la verdad, desestimando ‘a priori’ cualquier otra conclusión que no tuviese su beneplácito. Por lo demás, es cierto que el entusiasmo desatado tras la revelación fue grande y que la pobreza era real, pero no tan atosigante que les nublara la mente hasta el punto de sufrir de una obtusa ilusión.
La segunda medida de Cánovas consistió en dirigirse al capitán general de Cuba, Joaquín Jovellar, para que recabase toda una serie de datos atinentes al caso, y destituyó fulminantemente al cónsul Echeverri, encargando al coronel Rodríguez de la Fuente que le informare tanto el origen de lo acaecido como la verdad que en esencia existiese. Insatisfecho con el dictamen de su subordinado, Jovellar despachó a Santo Domingo al periodista Antonio López Prieto con la misma encomienda.
Naturalmente, López Prieto negó en redondo la autenticidad de los restos de Colón, insinuó que se trataba de una superchería y tachó de italianos interesados en el falso descubrimiento a Cocchía, al padre Billini y al cónsul Cambiaso. Antes, había publicado en La Habana varios artículos contrarios al acontecimiento, que repitió en su informe al capitán general. Cocchía era sí, italiano, pero el padre Billini y Cambiaso nacieron en Santo Domingo. Acusar al sacerdote de fraudulento era desconocer su trayectoria vital, cuajada de nobleza, abnegación y altruismo; de tal suerte que el pueblo dominicano aún lo venera.
¿Se debe conceder crédito a López Prieto? El miembro de la Academia de Historia de Cuba, Antonio L. Valverde, al refutar la afirmación del periodista de que el nicho contentivo de los restos trasportados a La Habana nunca fue abierto antes de 1898, cuando se reinhumaron en Sevilla, dijo de él que era ‘poco escrupuloso’ en la búsqueda de antecedentes y que no se tomaba la molestia de investigar por su cuenta. 35 Por su parte, el americanista Manuel Jiménez Fernández lo califica de ‘imaginativo protoacademicista’ dotado de una ‘inverecunda invención adobada con divagaciones seudo científicas.’ 36
El pedido de Cánovas a la Real Academia de la Historia no se cumplió, como hubiera sido de rigor, con el envío a Santo Domingo de uno o dos de sus miembros para realizar indagaciones sobre el terreno, sino que la docta corporación nombró a Manuel Colmeiro con esa comisión. Bien acomodado en su sillón, el académico invocó ‘el auxilio de las luces ajenas’ e impugnó el hallazgo, motejándolo de fraudulento.
¿Qué ‘luces ajenas’ eran esas? López Prieto, por supuesto, y Juan Ignacio de Armas, un cubano que había favorecido el movimiento independentista de su país iniciado en 1868 por Carlos Manuel Céspedes en su ‘Ingenio Demajuana’, motivo por el cual tuvo que exiliarse. Establecido en Caracas, Armas aprovechó la ocurrencia del descubrimiento de 1877 para obtener el perdón de las autoridades españolas, a cuyo fin publicó en ‘La Opinión Nacional’ de Caracas dos trabajos que luego reunió en un folleto.
¿En qué se fundan López Prieto y Colmeiro para conceptuar los restos de 1877 de falsos?
En primer lugar, aseveran que las distintas formas de letras grabadas en la urna, unas en caracteres góticos y otras en cursivas, son inusitadas, inverosímiles e impropias de la época en que las cenizas del Descubridor fueron sepultadas en la catedral. De haber efectuado un recorrido por los templos dominicanos, hubieran advertido que las letras góticas alternan con las romanas en los sepulcros de Rodrigo de Bastidas, que data de 1540, del contador Alvaro Caballero, fallecido en 1571, y del noble Tristán de Leguisamón, muerto en 1596. Acerca de las cursivas, nos referiremos a ellas más adelante.
Lo que no atinamos a entender es por qué, si las letras góticas cayeron en desuso en 1520, le convenían a Cristóbal Colón y Toledo, quien, según Armas, era el difunto de 1877 por no haber alcanzado el título de Almirante, haber pasado a mejor vida antes que su hermano Luis y ser esclarecido varón. 37
¿En virtud de qué ley o reglamento le corresponde a una persona las letras góticas en su sepultura por el simple e irrelevante hecho de no haber sido Almirante y morirse en vida de su hermano? El epíteto de esclarecido se otorga a quien por sus obras es merecedor de él, y que sepamos, el nieto del Descubridor no se destacó por sus hazañas o actuaciones.
Residió casi toda su vida en el alcázar de su familia en Santo Domingo muy tranquilo y regalado, muriendo en 1571 en un navío cerca de las costas de Perú. Además, si las letras góticas dejaron de usarse, como dice Armas, a partir de 1520, no deberían estar grabadas en una urna cincuenta y un años después.
Ilustre y esclarecido fue Cristóbal Colón. El alcaide Miguel Ballester, en carta de 1498, lo llamó ‘ilustre y muy magnífico señor’; Las Casas, ;ilustre y grande’, y Castellanos, en su elegía primera, escribió:
“Y así creemos ser esclarecido / y en las tierras de Génova nacido”.
Debaten los adversarios la autenticidad de los restos de 1877 arguyendo que la palabra ‘América’ inscrita en la urna es un notorio anacronismo, ya que tanto en España como en el Nuevo Mundo la corriente era Indias. ¿Tiene razón? Pedro Magallo la emplea en su ‘Compendio de Física’ publicado en Salamanca en 1520.
Está en una de las cédulas reales de 1602 relativas a una representación enviada desde Filipinas. 38 En los registros de la Universidad salamantina figuró matriculado en 1662 un estudiante nativo de Santa Fe, ‘en las Indias de América.’ 39 Una carta de Alonso de Cárdenas, embajador en Londres, previno al Rey en 1654 sobre la flota inglesa que se encaminaba ‘a la América’. 40
De 1669 es el informe de Alonso Fernández de Lorca a Juan Velasco acerca de la partida de varios navíos franceses ‘a la vuelta de América.’ 41 El memorial de Semillán Campuzano, redactado en Santo Domingo en 1682, repitió cuatro veces la voz. 42 Los ejemplos podrían multiplicarse, pero como muestra bastan los citados. Por qué América figura en la urna de Colón lo diremos más adelante.
López Prieto y Colmeiro reniegan del nombre de ‘Cristóval’, con uve, por estar escrito, dicen, según las reglas de la ortografía moderna. Colón firmaba ‘Xpval’ y jamás hubiera consentido que se alterase esa grafía, aseguran. Reconocieron, sin embargo, los dos autores que algunas veces se empleó ‘Cristóval’ en los siglos XVI y XVII. ¿A santo de qué, entonces, no pudo ser una de ellas la que aparece en la urna de 1877? La lápida de Hernando Colón, de 1539, expresa que fue ‘hijo del valeroso y memorable señor D. Cristóbal Colón,’ con uve.
Se asombra Armas, y con él Colmeiro, de la lámina de plata entre los huesos del Descubridor, así como de inscripciones a mano en los dos lados de una plancha, pues, razonan que, aunque en los mencionados siglos se solía depositar una que otra en los ataúdes, lo normal era que se pusiera fuera de los sepulcros para que la gente la leyera. Si tal práctica era habitual en otras partes, no vemos por qué motivo Santo Domingo tenía que constituir una excepción.
Colmeiro abomina de las abreviaturas, las cuales, según él, no pueden ser juzgadas de buena ley por no hallarse autorizadas en el tiempo al que se atribuyen, o sea, la centuria decimosexta. ¿Condenaría también las que están en las lápidas y pisos de la catedral de Santo Domingo y que son de la misma época? He aquí algunas: S. (señor), S. I. (San Juan), D. (domini), M (merced), Rmo. (reverendísimo), Po. (Pedro), Sta. (santa). ¿Difieren sustancialmente estas abreviaturas de las que tiene la urna de Colón?
La letra en cursivas en una urna que se supone de 1544 es obviamente sospechosa. Tejera cuenta que pasó largos ratos intentando averiguar si la de 1877 era la misma que María de Toledo trajo de Sevilla o bien fue sustituida por otra años más tarde. ¿Qué decir a esto?
El 2 de agosto de 1667, el arzobispo Cuevas Maldonado remitió una carta a la reina gobernadora en los términos siguientes:
“El año de 1664, por noviembre, tratando del raparo de mi iglesia... se descubrieron dos nichos, adonde en una caja de plomo estaban los hesos de dos progenitores del duque, sin que tuviéramos noticia antes de que los había, con lo que los dexamos en forma más decente en el mismo sitio...” 43
¿Quiénes eran los progenitores del duque? En el interrogatorio que éste promovió en torno a los escudos de armas de los Colón pintados en las paredes laterales de la capilla mayor y que la corona ordenó quitar por contravenir la cédula de 1537, uno de los testigos, el canónigo Melgarejo Ponce de León, expresó:
“... se hallaron en el suelo, habiendo desenvuelto los ladrillos arrimados a la pared, una caja de plomo que estaba al lado del Evangelio, en la cual leyó este testigo que decía estos son los huesos del Almirante Cristóbal Colón, que falleció año de y no se acuerda de los números, y al lado de la Epístola se halló otra cajita que no tenía rótulo, con huesos de difunto, que oyó decir en aquella ocasión que eran de la virreina... “
La declaración del testigo es de una importancia extraordinaria. Por primera y única vez un residente de Santo Domingo identificó los restos de Colón por el texto de la urna.
¿En qué consistió el adecentamiento? Colón de Carvajal y Chocano entendieron que se desecaron los huesos y luego se cubrieron las bóvedas con lápidas funerarias. Es de sentir que Cuevas Maldonado no haya sido más explícito en su carta, pero seguramente mandó cambiar la urna del Descubridor por otra nueva, pues de no haber ocurrido así carecería de sentido poner, como dijo un segundo testigo, el chantre Francisco García Bustamante, ‘señales encima’ de ella. Y como la de la Epístola no tenía inscripción alguna y nadie podía afirmar de quién eran los restos aún cuando Ponce de León oyó que pertenecían a María de Toledo, se prefirió, ante la duda, dejarlos sin ella.
Del recelo que atenazaba a Tejera participó también el secretario general de la Sociedad Ligur de Historia Patria, L.B. Belgrano. En la relación que en 1879 presentó a la Junta Plenaria de esta entidad, indicó que la caja hallada dos años antes no parecía ‘haber sido hecha ni conforme a las exigencias de un largo viaje ni a la solemnidad e importancia de que debía rodearse la traslación de las cenizas de Colón,’ por lo cual creyó que fue construida posteriormente en la ciudad de Santo Domingo en ocasión de algún acontecimiento. 44
No les faltó la intuición a Tejera y Belgrano. Los paleógrafos italianos Gloria, Carini y Paoli, quienes examinaron cuidadosamente la urna descubierta en 1877, coincidieron en afirmar que las letras cursivas databan de la segunda mitad del siglo XVII. La conclusión que se impone, por tanto, es que Cuevas Maldonado sustituyó la urna primitiva, quizás en malas condiciones, por otra, en 1664, año que correspondió exactamente a la segunda mitad de dicho siglo.
Ponce de León nos reveló asimismo el sitio, esta vez exacto, de la bóveda donde estaban sepultados los restos de Cristóbal Colón, cuando afirmó que se quitaron los ladrillos arrimados a la pared del lado del Evangelio. Efectivamente, la bóveda se encontraba, y se encuentra todavía, pegada a la pared, en el punto más a la derecha del Evangelio y separada por un muro de 16 centímetros de espesor de la abierta en 1795, que el acta de Hidalgo colocó entre la pared principal y la peana del altar mayor.
La bóveda de al lado de la Epístola no custodiaba, como creyó el canónigo, los despojos de la virreina, sino los de su hijo Luis. ¿Dónde, entonces, se enterraron los de Diego Colón y Toledo? Queda claro que fue en la de 1795. En el presbiterio viejo de la catedral sólo había, y aún hoy se pueden ver, tres bóvedas, ni una más, ni una menos.
¿Cometieron los autores del descubrimiento de 1877 un fraude? Para tratar de demostrarlo, Colmeiro apeló a Moreau de Saint-Méry, a cuya pluma le endilga este párrafo:
“Fuera de la peana del altar mayor, a derecha e izquierda, reposan en dos urnas de plomo los huesos de Cristóbal Colón y los de don Luis, su hermano.”
¿Qué infiere Colmeiro de él? La urna de Luis Colón, aseveró, se sacó ‘no casualmente, sino deliberadamente’. La otra, la de su hermano Cristóbal Colón y Toledo, ‘salió en silencio del punto conocido en que se hallaba’ y se buscará en vano por haber sido consumida ‘en el laboratorio de una evidente transfusión de personalidad’. Una mano devota la transportó al presbiterio, debajo del sitio ocupado por la silla episcopal, ‘el mismo tal vez que ocupaba hasta 1795 los restos del Descubridor.’ 45
Por lo pronto, en ninguna de las líneas que Moreau de Saint-Méry dedicó al Descubridor nombró a los nietos, como tampoco los nombraron Núñez de Cáceres, Sánchez y Gálvez, amén de que el francés no escribió el párrafo citado.
Las certificaciones de los tres eclesiásticos no dicen Cristóbal Colón, así a secas, sino ‘el Almirante Cristóbal Colón’. Es por un lado. Por otro, ¿qué necesidad tenían los protagonistas del supuesto fraude de extraer primero ‘deliberadamente’ los restos de Luis? ¿Acaso desempeñaron algún papel fundamental en el pretendido engaño?
¿No era suficiente con trocar las urnas del Descubridor por las de su nieto? La urna de Cristóbal Colón y Toledo no la llevó una mano devota a la bóveda de 1795, como sugiere Colmeiro, ya que, de haber sido la de él, hubiera estado en la bóveda de 1877, pegada según se dijo a la pared del lado del Evangelio.
La tradición tan esgrimida por Colmeiro no mencionó a Cristóbal Colón y Toledo, mutismo éste que sólo significa una cosa: a nadie, en Santo Domingo, le había pasado por la cabeza la posibilidad de que ese personaje pudiese estar sepultado en la capilla mayor.
De querer perpetrar un fraude, había que excavar el piso del presbiterio, remover el pavimento, tirar el cascajo fuera de la catedral y volver a ponerlo todo igual. Ese piso estaba revestido de losas muy viejas, muchas de ellas cuarteadas por el tiempo y las pisadas de los clérigos y fieles y no pocas se hubiesen roto al intentar levantarlas.
Se precisaba, por tanto, reponerlas con otras de la misma antigüedad. Había, además, que hoyar en dos lugares distintos: uno donde se encontraba la urna de Colón y Toledo y otro en la bóveda de 1795 ó 1877, trabajo que no se realizó en un día, sobre todo si hubo que dejarlos exactamente como antes de cavar en ellos.
¿Serían los obreros tan discretos que se cuidarían de no irse de la lengua? ¿No advertirían los vecinos de la catedral o los que transitaban cerca de ella el trajín que allí existía? La apertura de la urna de 1877 fue presenciada por las autoridades civiles, eclesiásticas y militares, el cuerpo consular y numerosos curiosos. Era imposible que ninguno no hubiese notado algún indicio de que allí se había hurgado previamente, a menos que todos, incluyendo Echeverri, se hubiesen confabulado con los autores del sedicente fraude.
Los dominicanos han transitado un largo camino sembrado de dramáticas vicisitudes. No obstante, en ningún momento han dejado de honrar, desde el día memorable en que surgieron del seno de su tierra, los augustos restos del gran hombre que tanto amó a La Española, la isla que, según dijo en su testamento, Dios le dio milagrosamente. Acatando los deseos de su padre, Diego Colón dispuso que las cenizas del Descubridor descansasen para siempre en Santo Domingo.
Allí están, en un suntuoso mausoleo digno de él. Si la desidia de quienes debían mantener viva su memoria olvidó rendirle tributo de respeto y admiración, el faro de luz que surca el cielo de la República Dominicana recuerda al mundo que sus hombres y mujeres, hijos de España y de su gloriosa historia, por cuya perpetuación lucharon contra ingleses, franceses, haitianos y norteamericanos, siempre lo reverenciarán.
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Notas:
1- Ponencia presentada en el ‘Congreso Internacional Valladolid-Colón 2006: V Centenario de la Muerte del Almirante’, el 16 de mayo de 2006, a nombre del Faro a Colón, la Academia Dominicana de la Historia y la Fundación Carcía Arévalo. La misma fue también presentada en el Faro a Colón de esta ciudad [de Santo Domingo] el 24 de mayo, dentro del programa de la Academia para conmemorar dicha efeméride.
2- Historiador nacido en España, nacionalizado dominicano, miembro de número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana.
3- Miembro de número de la Academia Dominicana de la Historia.
4- ‘Extracto del Memorial de María de Toledo’. Archivo General de Indias, Indiferente General 856.
5- Tejera, Emiliano. ‘Los dos restos de Cristóbal Colón’, Apéndice III. Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1986.
6- Rodríguez Demorizi, Emilio. ‘Relaciones históricas de Santo Domingo’, Vol. II. Ciudad Trujillo, Editora Montalvo, 1942, pp. 91 – 124.
7- Harrise, Henri. ‘Chistophe Colomb’, Vol. II. París, Editions Le roux, 1884, pp. 243 – 244.
8- ‘Carta de Aristizábal a García. 11 de diciembre de 1795’. Archivo General de Indias, Estado 13.
9- ‘Cabildo de Santo Domingo a García. 16 de diciembre de 1795’, Ibídem.
10- Ibídem.
11- ‘Archivo de Protocolos de Sevilla’. Oficio XV, libro I, 1509.
12- Asencio, Joaquín Marino. ‘Los restos de Cristóbal Colón están en La Habana’. Sevilla. Imprenta y Librería Española y Extranjera. 1889, p. 93.
13- Cuartero y Huerta, B. ‘La prueba plena’. Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, Madrid, 1963, pp. 111-112.
14- ‘Portillo a Godoy, 9 de marzo de 1796’. Archivo General de Indias, Estado 13.
15- En Incháustegui Cabral, Joaquín Marino. ‘Documentos para estudio’, Vol. I. Buenos Aires, 1957, I, pp. 116-117
16- ‘Informe sobre los restos de Cristóbal Colón’, Madrid, 1879
17- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos de Cristóbal Colón’. Madrid, 1879, p. 18.
18- ‘Informe’… p.21
19- Rodríguez Demorizi. ‘Relaciones…’ I, p. 228.
20- ‘Informe… p. 37.
21- Ibídem.
22- Editado en Madrid, sin fecha, en la imprenta de Manuel Fernández.
23- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos…’, nota, p. 61.
24- Utrera, fray Cipriano de. ‘Los restos de Colón en Santo Domingo’. Santo Domingo, Academia Dominicana de la Historia, 1977, p. 114.
25- Cristóbal Colón. ‘Incógnitas de la muerte, 1506-1902. Primeros almirantes de las Indias’, Madrid, C.S.I.C., 1992.
26- Jiménez de la Espada, E. ‘Juan de Castellanos y su historia del nuevo Reino de Granada’, Madrid, 1886, p. 154.
27- Cuartero y Huerta. Ob. Cit., Apéndice V, pp. 234-235.
28- Colón y Chocano. Ob. Cit., II, Apéndice XXXIV.
29- Editada en español por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos. Santo Domingo, 1976, pp. 148-149.
30- ‘Cristóbal Colón. Incógnitas…’ Apéndice XXXIV.
31- Moreau de Saint-Méry. Ob. Cit., pp. 145-147.
32- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos…’, p. 25.
33- Archivo General de Indias, S.D. 868, libro I
34- ‘Informe oficial’. En Tejera. Ob. Cit., Apéndice, p. 269.
Desde hace 129 años, España y la República Dominicana se disputan apasionadamente el excepcional privilegio de conservar en sus respectivos suelos, como preciosas reliquias, los restos de Cristóbal Colón, el quinto centenario de cuyo fallecimiento, ocurrido el 20 de mayo de 1506, en esta ciudad de Valladolid conmemora hoy el mundo hispánico.
El pleito, en ocasiones ruidoso y no exento de mutuos reproches, parece cobrar nueva actualidad con motivo de la señalada efeméride, pero es de esperar que esta vez discurra por causes más sosegados y despojado de sentimientos prejuiciados que en nada contribuyen al esclarecimiento de la verdad. Tal es el deseo que nos ha animado al aceptar y agradecer la invitación que nos formulan los organizadores de este evento.
Como es de todos sabido, el cadáver de Colón quedó enterrado provisionalmente en el convento franciscano de Valladolid, donde permaneció hasta 1509, cuando su hijo Diego dispuso, antes de partir para Santo Domingo con su esposa María de Toledo para asumir el gobierno de Las Indias, que fuese depositado en la Cartuja de las Cuevas hasta su inhumación definitiva en el monasterio que había mandado a construir en La Española, según consta en su segundo testamento de 8 de septiembre de 1532. Vuelto a España en ese año, falleció en Puebla de Montalbán en 1526 y sus criados llevaron el cuerpo a la Cartuja, siendo sepultado junto a su padre.
Diego Colón no pudo cumplir su deseo de trasladar a Santo Domingo los restos del Descubridor. Fue su viuda quien, luego de sortear numerosos obstáculos, llevó esos despojos y los de su marido a la isla, no para enterrarlos en el monasterio, sino en la catedral, a cuyo efecto logró la autorización real alegando que el Primer Almirante quiso yacer en Santo Domingo. 4
No existe constancia documental de que Cristóbal Colón hubiese manifestado tal cosa, pero su hijo Diego, en su citado segundo testamento, dice que su progenitor encargó que sus cenizas fueran inhumadas en La Española,
“... pues más acepta sepultura no podía ni pudo elegir que estas partes...” 5
Obtenidas las cédulas de concesión de la capilla mayor, María de Toledo, estando en España, extrajo de la Cartuja los restos de Colón y de su esposo y embarcó con ellos para la isla el 9 de septiembre de 1544 en la nao ‘Nuestra Señora de los Valles’ 6
Prueba de que ambos restos fueron sepultados en la dicha capilla es el testamento de la virreina de 27 de septiembre de 1548. En él solicitó que los suyos reposaran cerca de los sepulcros de Cristóbal y Diego Colón junto al presbiterio del altar mayor,
“...porque estemos juntos en la muerte como nuestro Señor quiso que estuviésemos en vida...” 7
Descansaba, pues, el Primer Almirante en su última morada cuando, el 22 de julio de 1795, España cedió a Francia el dominio total de Santo Domingo, la que fuera su primera colonia en tierras americanas como parte de los acuerdos a que ambas naciones habían llegado en el Tratado de Basilea para concluir la guerra iniciada dos años atrás.
Cinco meses más tarde, como una de las tantas desventuras que les acarreó a los dominicanos el infame y desconsiderado cambio de soberanía, el teniente general de la armada española, Gabriel Aristizábal, quien se hallaba en la ciudad capital para trasportar a Cuba las familias que optasen por abandonar sus hogares, pidió al gobernador Joaquín García, vicepatrono real, su autorización para conducir a La Habana los restos de Colón. 8 Enterado del proyecto, el arzobispo Fray Fernando Portillo y Torres aleccionó al marino para que lo llevase a cabo.
La cesión de Santo Domingo a Francia fue, en palabras de Menéndez Pelayo, un acto “odioso e impolítico” mediante el cual los naturales de la isla “fueron vendidos y traspasados como un hato de bestias”. No es de extrañar, por tanto, que el valido Manuel de Godoy escribiese en sus memorias que ningún tratado costó a España menos sacrificio que el de Basilea, si es que puede considerarse sacrificio la entrega de Santo Domingo, “tierra ya de maldición... y verdadero cáncer” cuya posesión, “era una carga y un peligro continuo”, de modo que, agregó, que:
“lejos de perder, ganamos en quitarnos los compromisos que ofrecía...”
Olvidó Godoy que los hijos de esta tierra que injuriosamente calificó de maldita permanecieron durante casi tres siglos en denodada y permanente lucha contra los franceses e ingleses para mantenerla bajo el domino de la corona española y preservar incólume su cultura, recibiendo a cambio, como triste recompensa, la orden de abandonar sus hogares y bienes, orden que les causó un inmenso dolor, cuantiosas pérdidas, separaciones, el éxodo de la clase intelectual y, para colmo, el traslado de lo que se creyó los restos de Cristóbal Colón a La Habana.
De manera inconsulta y emotiva, sin que mediara una orden real y sin tener la previa aprobación de la Casa de Veragua, el prelado y el Teniente General de la Real Armada llevaron a cabo la exhumación apresuradamente, pues estaba establecido que la entrega de la isla debía ser en un mes después de publicarse las estipulaciones de Tratado.
El 20 de diciembre, abrieron una bóveda situada en el presbiterio de la capilla mayor de la catedral, del lado del Evangelio, entre la pared principal y la peana del altar mayor. Según se lee en el acta levantada por el escribano José Francisco Hidalgo, la bóveda tenía una vara cúbica y en ella se encontraron
“unas planchas como de tercia de largo, de plomo, indicantes de haber habido caja de dicho metal, y pedazos de huesos como de canillas y otras partes de algún difunto”. 9
A continuación, se recogió todo y se introdujo en una “arca de plomo dorada con su cerradura de plomo... de largo y ancho de media vara y de alto como de más de una cuarta.” 10
Adviértase que el acta del escribano no dice quién era el difunto. Se limita a decir que, en el puerto, fue saludado con una salva de quince cañonazos, como si correspondiesen a los honores que se tributaban a alguien que ostentó el título de Almirante.
De atenernos al acta de Hidalgo, ¿podría Aristizábal y Portillo tener la más absoluta seguridad de que aquellos restos pertenecían a Cristóbal Colón? ¿Vieron en la bóveda o planchas algún epitafio, algún nombre, alguna señal que les permitiera saber con certeza que se trataba de él? Desde luego que no.
Ante tan desolador silencio, Hidalgo, fiel a su oficio, sólo dejó constancia de la existencia en la bóveda de los huesos de un anónimo difunto. En caso de que un testigo lo supiese, el escribano habría procedido de forma similar a como lo hizo Bernal González de Vallecillo, quien, al certificar el traslado de la osamenta de Colón desde Valladolid a Sevilla, consignó que Juan Antonio, mayordomo de Diego Colón, afirmó que era la del “señor almirante don Cristóbal...” 11
Los autores españoles que defienden la autenticidad de los restos exhumados en 1795 se han basado en los siguientes argumentos:
1. No era necesario que Hidalgo señalase el nombre de Colón, por lo que el acta puede considerarse como fuente informativa de la veracidad de la exhumación y traslado de los restos a La Habana;
2. La exhumación se realizó sin prisas y guardando todos los requisitos del caso
3. Los enterramientos en la capilla mayor estaban vedados a personas que no fueran de estirpe regia a no ser que concurriera una merced especial, razón por la cual la bóveda abierta sólo podía ser la de Colón, cuyo sepelio se efectuó en ella en virtud de las cédulas de concesión;
4. Aristizábal y Portillo conocían el sitio exacto, señalado por una tradición constante e invariable;
5. La urna tenía una inscripción en versos latinos que indicaba que los restos eran del Descubridor.
¿Qué decir a todo eso? Vayamos por partes.
De acuerdo con José María Asensio, no se creyó oportuno asentar el nombre de Colón en el acta porque todos sabían dónde estaba la sepultura, lo que explica
“el silencio de los testigos y la falta de detalles referentes a la losa que cubriera la bóveda, posición de la caja, lugar que ocupara, etc.” 12
Ciertamente, Hidalgo omitió esos datos, pero, en cambio, menciona el tamaño de la bóveda, su situación en el presbiterio, las planchas de plomo, la clase de restos que se hallaron, el color, el material y dimensiones de la nueva urna, el tipo de cerradura, el ataúd en que se puso y la tela con que se forró.
Consecuentemente, si, como entiende Asencio, las particularidades que cita estaban de más, Hidalgo debió prescindir asimismo de todas las que incluye en el acta. Lo único que no pudo anotar, porque no lo había, fue el nombre de Colón. ¿Lo hubiera el escribano pasado por alto de estar grabado en algún lugar? Sinceramente lo dudamos.
La exhumación de 1795 fue a todas luces un acto precipitado. Es falso que Aristizábal y Portillo dispusieran, como asevera Cuartero y Huerta, de un año y tres meses, desde el 24 de octubre de 1794, cuando el duque de Veragua, Mariano Colón y Toledo Larreátegui, se quejó del abandono en que estaba la sepultura de su ilustre antepasado, hasta el 20 de diciembre de 1795, para cerciorarse de la localización exacta de ella 13. En 1794 aún no había ocurrido la cesión de la colonia a Francia ni nadie había soñado con trasladar los restos de Colón a La Habana.
No son los dominicanos los que, como supone Cuartero y Huerta, critican el apresuramiento con que se realizó la apertura de la bóveda de 1795, sino el arzobispo Portillo. En su carta a Godoy, del 9 de mayo del año siguiente , le expresó amargamente su disgusto por habérsele impedido, hasta la víspera del embarque de los restos, disponer de
“aquellas 24 horas que empleé… para hacer túmulo, estudiar sermón, convidar a todas las comunidades y cuerpos eclesiásticos…” 14.
Más aún, en el acta de Hidalgo, al final, hay una nota según la cual en el expediente no se incluyó la cuenta de los gastos “a causa de la celeridad del tiempo.”15
Respecto a que los enterramientos en el presbiterio de la capilla mayor estaban prohibidos a personas ajenas a la realeza, y por tanto, no había por qué mencionar el nombre de Colón en el acta, ¿acaso ignoraba López Prieto, quien eso afirma, 16 que allí también yacían su hijo Diego y su nieto Luis? Colmeiro añadió los del Adelantado Bartolomé Colón 17 pero erró, pues fue sepultado en el convento de los franciscanos.
Pasemos ahora a la tradición “viva y perenne”. López Prieto cree que los signos exteriores existentes sobre la lápida de Colón fueron borrados en 1655 por orden del arzobispo Guadalupe y Téllez para evitar su profanación en vista del inminente ataque inglés a la ciudad de Santo Domingo que Cromwell había aprobado con el propósito de arrebatar a España parte de los territorios ultramarinos. 18 El ataque terminó en estrepitoso fracaso.
¿Es esto cierto? En su “Relación sumaria del estado presente de la isla Española”, escrita en 1650, el racionero de la catedral, Luis Jerónimo Alcocer, dice:
“Detrás de la rexa de la capilla mayor… en lo baxo, tienen su entierro, los almirantes de las Indias… pero como no asisten en esta ciudad ni an labrado sepultura suntuosa, sino que en el suelo, en una sepultura humilde sin losa, están enterrados.” 19
Para redactar su Relación, Alcocer escudriñó cuantos documentos tuvo a su alcance, interrogó a personas a ancianas, veraces y de comprobada sapiencia y moralidad y vio todo lo que de notable y digno de mención había en la catedral. No obstante, sólo pudo reseñar que los restos de Colón estaban en la capilla mayor, según lo decía.
Además, copió los epitafios de los obispos Rodrigo de Bastidas y Alejandro Geraldini, el de Diego Caballero, un prohombre de la colonia, y los del padre y madre del primero. ¿Le hubiera pasado inadvertido al acucioso canónigo el del Descubridor de haber estado esculpido en su sepulcro? Guadalupe y Téllez mal podía mandar que se borrase lo que no existía.
En 1549, el arzobispo Alonso de Fuenmayor testificó que la sepultura de Colón era “muy venerada y respetada en nuestra santa iglesia, en la capilla mayor”.
No dudamos de que así fuera, pero de esta frase no se puede colegir, como lo hace López Prieto, que el sepulcro estaba situado “al lado del ambón del Evangelio.” 20 El arzobispo sólo hablaba de la capilla, sin señalar un lugar específico. Otro prelado, Escalante Turcios, en una representación enviada al rey, de 1677, recordó que los restos del Primer Almirante reposaban “a la diestra del altar”.” 21 Nada más.
Otro documento esgrimido a favor de la tesis española es el sínodo diocesano celebrado en Santo Domingo a finales de 1683 bajo la dirección del arzobispo Fernando de Navarrete. En él se lee que los despojos de Colón se conservaban en,
“una caxa de plomo en el presbiterio, al lado de la peana del altar mayor, con los de su hermano don Luis Colón, que están al otro, según la tradición de los antiguos de la isla.” 22
El sínodo es para Colmeiro la fuente principal de las noticias comunicadas al Gobierno Español por las autoridades de Santo Domingo y Cuba acerca de la exhumación y traslado de los restos en 1795. 23 De ser así, muy flaco servicio ofrece el distinguido académico a su causa. El texto no designa el sitio preciso de la bóveda. Se reduce a decir que figura al lado de la peana, confunde a Luis Colón con Bartolomé y olvida a Diego.
Que el presbiterio de la catedral carecía de señales externas denotativas del sepulcro del Descubridor lo confiesa Pedro de Carvajal y Cobos, ex gobernador de Santo Domingo, en 1673, a propósito del pleito concerniente a las armas heráldicas colocadas en las paredes de la capilla mayor:
“…no hay bultos de los cuerpos allí sepultados, con que totalmente se han quedado sin ninguna memoria”. 24
La tradición “viva y perenne” es tan confusa y vaga que da pena. Fuenmayor sitúa los restos en la capilla; Alcocer debajo del presbiterio; Escalante y Turcios al lado del Evangelio; el sínodo junto a la paena; Carvajal y Cobos no tiene ni idea de ellos.
Anunciada Colón y Carvajal y Guadalupe Chocano Higueras, dos notables historiadoras españolas, afirman que en la urna de Colón de 1795 hasta había grabada una inscripción en versos latinos, la cual constituye la prueba fundamental y definitiva de que Aristizábal y Portillo conocían el lugar exacto de la sepultura, 25, coincidiendo así con Cuartero y Huerta, quien también asegura lo mismo.
Esos versos empiezan: ‘Hic locus abscondi praeclara membra Coloni…’ y forman parte de la elegía que Juan de Castellanos compuso en 1588 en alabanza del Descubridor. Si Colmeiro duda de la veracidad del epitafio, nosotros lo negamos rotundamente.
Castellanos escribó sus ‘Elegías de Varones Ilustres’ en plena ancianidad, cuando adolecía de una pésima memoria, y por no haber tomado apuntes de lo que vio y oyó, sus noticias sobre América están plagadas de errores. 26
Los versos dedicados a Colón son un invento suyo, lo mismo que los epitafios de Rodrigo de Arana, quien murió ahogado junto con su hermano Diego en el ataque del cacique Canoabo al Fuerte de la Navidad, y de Bobadilla, desaparecido en el Mar Caribe.
Quien mencionó por primera vez el epitafio de Castellanos fue Colón de Toledo y Larreátegui en carta al arzobispo Portillo de 25 de febrero de 1794. En ella le anunció que tenía noticia de ‘la caja de plomo en que están los huesos del Almirante y de los versos latinos que lo indican’ 27 noticia que leyó en el ‘Diccionario de la América’ de Alcedo, dando por cierto que figuraba en la capilla mayor y que todos en Santo Domingo sabían “como cosa notoria.” 28
El escritor francés Moreau de Saint-Méry, autor de la obra ‘Descripción de la parte española de Santo Domingo’, publicada en 1796, dedicó varias páginas a averiguar, sin éxito, dónde se encontraban los restos de Colón. Sobre el particular dijo que el epitafio, según Alcedo puesto en el sepulcro, ya no existía, si alguna vez lo hubo, agregando que su recuerdo se había perdido en la colonia española. 29 Moreau de Saint-Méry inició su indagación en 1783.
Luego de asegurar que los versos latinos estaban en la urna de Colón, las citadas historiadoras nos sorprenden cuando, más adelante, expresaron:
“…cierto o no que en la caja de los restos de Colón estuvieron grabados los versos latinos, fueron un dato que sin duda alguna condicionó la exhumación de 1795”. 30
¿Se hallaban o no se hallaban en la urna? En caso afirmativo, los restos eran del Descubridor; de lo contrario no. Más, si admiten la posibilidad de que no estuvieran, ¿cómo podía condicionar algo que no existe dicha exhumación? Aunque no compartimos sus conclusiones, nos complace señalar que de todos cuantos del lado español han intervenido en el debate sobre la sepultura del Almirante, Colón y Chocano han sido quienes lo han hecho con mesura, respeto y sin caer en diatribas y falsas acusaciones, conducta que los honra.
Descartada la tradición por imprecisa y los versos latinos por imaginarios, cabe preguntar ¿por qué Aristizábal y Portillo eligieron la bóveda donde había “algún difunto”? La respuesta nos la da Moreau de Saint-Mery. Como queda dicho, el escritor francés deseaba investigar en qué lugar se hallaban los restos de Colón.
A ese fin, se dirigió en 1783 a José Solano y Bote, ex gobernador de Santo Domingo y en ese entonces comandante de una escuadra española surta en una ciudad de la colonia francesa, en solicitud de ayuda. A su vez, Solano se la pidió a su sucesor, Isidro Peralta, quien le remitió tres certificaciones firmadas por José Núñez de Céceres, Manuel Sánchez y Pedro Gálvez, decano, chandre y maestrescuela, respectivamente, de la catedral.
Los tres afirmaron, prácticamente con idénticas palabras, que, habiendo sido destruido el santuario el 30 de enero de 1793, se procedió a repararlo, tropezándose con un cofre de piedra, o sea, una bóveda, hueco, de forma cúbica y de aproximadamente una vara de altura, con una urna de plomo un poco deteriorada, que contenía unos huesos humanos.
Años antes, se halló otra, añadieron, en iguales circunstancias y, según la tradición y un capítulo del sínodo de 1683, el del lado del Evangelio ‘se creía’ que encerraba los huesos de Cristóbal Colón y el de la Epístola los de su hermano Bartolomé o Diego Colón. Las certificaciones estás fechadas los días 20 y 26 de abril. 31
Al comentar estos hallazgos, Colmeiro se congratuló de que los mismos confirmaran la tradición ‘viva y constante’ que indicaba el sitio exacto de los restos de Colón y conducía a las de su hermano Bartolomé. 32 La cédula de concesión de la capilla mayor a Luis Colón, de 2 de junio de 1539, lo facultaba tan sólo a enterrar a ‘su abuelo, padres, hermanos y sus herederos y sucesores en su casa y mayorazgo’, 33 por lo que se excluía a su tío.
Que nadie se lleve a engaño. La bóveda de 1795 es la misma que la de 1793. Las dos estaban localizadas al lado del Evangelio. Núñez de Cáceres, Sánchez y Gálvez describieron la de 1793 como de forma cúbica y de una vara de altura. El acta de Hidalgo expresó que la de 1795 tenía una vara cúbica. La urna de 1793 estaba algo deteriorada. La de 1795, únicamente conservaba las planchas de una caja de plomo.
En ninguna de ellas había inscripciones. Los canónigos vieron varios huesos, que, según el gobernador Peralta, se hallaban en su mayor parte reducidos a cenizas, si bien reconoció los del antebrazo. El escribano de 1795 escribió ‘pedazos de huesos como de canillas’. Antebrazo y canilla son voces sinónimas. ¿Se desea una mayor coincidencia?
Los sacerdotes que certificaron los fortuitos hallazgos de 1783 fallecieron antes de 1795, pero los demás que atendían la catedral, siete en total, aún vivían en ese segundo año, de manera que fueron ellos quienes informaron a Aristizábal y a Portillo el sitio donde debían excavar. El arzobispo había tomado posesión de su sede en 1789 y, como es de suponer, lo enteraron del descubrimiento de 1783.
Las historiadoras españolas no aceptan que la bóveda de 1783 es la abierta doce años después, ya que aducen ésta se encontraba, de acuerdo con el plano del coronel Sebastián Rodríguez de la Fuente, enviado a Santo Domingo por el capitán general de Cuba para que le informara sobre los restos de 1877, fuera del presbiterio viejo, junto a la puerta de entrada de la sala capitular.
En realidad, lo que dice el oficial es que los restos de Cristóbal Colón se depositaron junto al ambón, o sea, el púlpito del Evangelio, y los de su hijo Diego, ‘que fue la fosa que se abrió en 1795’. 34 Por consiguiente, la bóveda de ese año no era la de Cristóbal Colón, sino la de su primogénito.
Emiliano Tejera, quien residía en la ciudad de Santo Domingo, fue coetáneo del descubrimiento de 1877 y estudió concienzudamente, cuantas veces quiso, el presbiterio de la catedral, sostuvo que la bóveda de 1795 se hallaba en el primitivo, mientras Rodríguez de la Fuente reconoció que su dibujo no era todo lo fidedigno que debiera ser.
Las décadas siguientes a 1795 estuvieron marcadas en la historia dominicana por una dramática y aciaga sucesión de acontecimientos. A la invasión de Toussaint Louverture, un ex esclavo de la colonia francesa, a la parte oriental de la Isla en 1801, se sumaron su dominio por Francia de 1804 a 1809, el regreso a su antigua metrópoli hasta 1821, la incorporación forzosa a Haití, la fundación de la República Dominicana en 1844, cuatro invasiones haitianas, la Anexión a España de 1861 a 1865 y numerosos golpes de Estado, dictaduras y guerras civiles.
Inmersos en todos estos perturbadores sucesos, los dominicanos se habían desatendido por completo la exhumación de 1795, en la creencia de que los restos de Colón habían sido llevados a La Habana. Tan convencidos estaban que las autoridades iniciaron en 1812 varias gestiones para reclamar que fuesen devueltos a Santo Domingo, cuando por propia voluntad de los dominicanos, tras derrotar a los franceses, lograron reincorporar la antigua colonia a la tutela de España. Una orden del Ministerio de Gracia y Justicia del Gobierno Español de 3 de junio, aprobó la restitución, la cual contó con el aval del Duque de Veragua, mas por diversas e ignoradas circunstancias no se llevó a cabo.
En 1877, el delegado apostólico Roque Cocchia y el padre Francisco Xavier Billini decidieron realizar unas reparaciones en el presbiterio de la catedral. El 14 de mayo apareció una bóveda pegada a la pared del lado de la Epístola con una urna cuya inscripción decía que los restos pertenecían a Luis Colón.
Como se sabía que en la capilla mayor habían sido enterrados los de Diego y de su madre María de Toledo, se prosiguieron los trabajos y el 8 de septiembre se halló una sepultura no abovedada frente a la puerta de conducía a la sala capitular, de la que se extrajeron otros restos y unos galones militares, comprobándose que eran los del general Juan Sánchez Ramírez, el héroe que reintegró la colonia a España en 1809 tras luchar contra los franceses.
El día 9 de mayo, bajo el dosel arzobispal, se descubrió otra bóveda, pero vacía, de modo que todos entendieron que de ella se habían sacado los supuestos restos de Cristóbal Colón. El 10 se hoyó en el espacio comprendido entre la bóveda y la pared lateral, viéndose una tercera en cuyo interior había una caja de plomo encima de dos ladrillos. Quitados el polvo y el cascajo, pudieron leerse varias inscripciones: “D. de la A. Per. Ate” “, C.C.A.; Illtre y Esdo. Varon Dn. Criftoval Colon”, que significan
“Descubridor de la América. Primer Almirante; Cristóbal Colon Almirante; Ilustre y esclarecido varón don Cristóbal Colon”
La caja se selló y dejó en el mismo lugar hasta el 2 de enero de 1878, cuando, a instancia de la Real Academia de la Historia y en presencia, entre otras personalidades, del cónsul español José Manuel de Echeverri, se procedió a realizar un experticio más minucioso de la caja, observándose una lámina de plata, suelta, con un texto que decía:
“U. ap. te de los retos del P.mer Alt. Cristóbal Colón Des.”, o sea “Ultima parte de los restos del Primer Almirante Cristóbal Colón Descubridor.”
El cónsul Echeverri telegrafió a España para dar cuenta del hallazgo, expresando que los restos eran del Descubridor mientras los existentes en La Habana se creía que correspondían a su hijo Diego. Ante la insólita noticia, Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministros, mantuvo la legitimidad de la exhumación de 1795 hasta que la Real Academia de la Historia, “única autoridad con las calificaciones necesarias para invalidar o sancionar” el suceso de 1877 diera su veredicto, tildando de paso a los protagonistas del hecho de haber sucumbido a
“una alucinación padecida por la doble ceguera del entusiasmo y de su crítica pobreza, para no juzgarlos víctimas de una triste mixtificación”.
Como vemos, la inusual y gratuita aseveración de Cánovas adjudicaba a la Academia el monopolio de la verdad, desestimando ‘a priori’ cualquier otra conclusión que no tuviese su beneplácito. Por lo demás, es cierto que el entusiasmo desatado tras la revelación fue grande y que la pobreza era real, pero no tan atosigante que les nublara la mente hasta el punto de sufrir de una obtusa ilusión.
La segunda medida de Cánovas consistió en dirigirse al capitán general de Cuba, Joaquín Jovellar, para que recabase toda una serie de datos atinentes al caso, y destituyó fulminantemente al cónsul Echeverri, encargando al coronel Rodríguez de la Fuente que le informare tanto el origen de lo acaecido como la verdad que en esencia existiese. Insatisfecho con el dictamen de su subordinado, Jovellar despachó a Santo Domingo al periodista Antonio López Prieto con la misma encomienda.
Naturalmente, López Prieto negó en redondo la autenticidad de los restos de Colón, insinuó que se trataba de una superchería y tachó de italianos interesados en el falso descubrimiento a Cocchía, al padre Billini y al cónsul Cambiaso. Antes, había publicado en La Habana varios artículos contrarios al acontecimiento, que repitió en su informe al capitán general. Cocchía era sí, italiano, pero el padre Billini y Cambiaso nacieron en Santo Domingo. Acusar al sacerdote de fraudulento era desconocer su trayectoria vital, cuajada de nobleza, abnegación y altruismo; de tal suerte que el pueblo dominicano aún lo venera.
¿Se debe conceder crédito a López Prieto? El miembro de la Academia de Historia de Cuba, Antonio L. Valverde, al refutar la afirmación del periodista de que el nicho contentivo de los restos trasportados a La Habana nunca fue abierto antes de 1898, cuando se reinhumaron en Sevilla, dijo de él que era ‘poco escrupuloso’ en la búsqueda de antecedentes y que no se tomaba la molestia de investigar por su cuenta. 35 Por su parte, el americanista Manuel Jiménez Fernández lo califica de ‘imaginativo protoacademicista’ dotado de una ‘inverecunda invención adobada con divagaciones seudo científicas.’ 36
El pedido de Cánovas a la Real Academia de la Historia no se cumplió, como hubiera sido de rigor, con el envío a Santo Domingo de uno o dos de sus miembros para realizar indagaciones sobre el terreno, sino que la docta corporación nombró a Manuel Colmeiro con esa comisión. Bien acomodado en su sillón, el académico invocó ‘el auxilio de las luces ajenas’ e impugnó el hallazgo, motejándolo de fraudulento.
¿Qué ‘luces ajenas’ eran esas? López Prieto, por supuesto, y Juan Ignacio de Armas, un cubano que había favorecido el movimiento independentista de su país iniciado en 1868 por Carlos Manuel Céspedes en su ‘Ingenio Demajuana’, motivo por el cual tuvo que exiliarse. Establecido en Caracas, Armas aprovechó la ocurrencia del descubrimiento de 1877 para obtener el perdón de las autoridades españolas, a cuyo fin publicó en ‘La Opinión Nacional’ de Caracas dos trabajos que luego reunió en un folleto.
¿En qué se fundan López Prieto y Colmeiro para conceptuar los restos de 1877 de falsos?
En primer lugar, aseveran que las distintas formas de letras grabadas en la urna, unas en caracteres góticos y otras en cursivas, son inusitadas, inverosímiles e impropias de la época en que las cenizas del Descubridor fueron sepultadas en la catedral. De haber efectuado un recorrido por los templos dominicanos, hubieran advertido que las letras góticas alternan con las romanas en los sepulcros de Rodrigo de Bastidas, que data de 1540, del contador Alvaro Caballero, fallecido en 1571, y del noble Tristán de Leguisamón, muerto en 1596. Acerca de las cursivas, nos referiremos a ellas más adelante.
Lo que no atinamos a entender es por qué, si las letras góticas cayeron en desuso en 1520, le convenían a Cristóbal Colón y Toledo, quien, según Armas, era el difunto de 1877 por no haber alcanzado el título de Almirante, haber pasado a mejor vida antes que su hermano Luis y ser esclarecido varón. 37
¿En virtud de qué ley o reglamento le corresponde a una persona las letras góticas en su sepultura por el simple e irrelevante hecho de no haber sido Almirante y morirse en vida de su hermano? El epíteto de esclarecido se otorga a quien por sus obras es merecedor de él, y que sepamos, el nieto del Descubridor no se destacó por sus hazañas o actuaciones.
Residió casi toda su vida en el alcázar de su familia en Santo Domingo muy tranquilo y regalado, muriendo en 1571 en un navío cerca de las costas de Perú. Además, si las letras góticas dejaron de usarse, como dice Armas, a partir de 1520, no deberían estar grabadas en una urna cincuenta y un años después.
Ilustre y esclarecido fue Cristóbal Colón. El alcaide Miguel Ballester, en carta de 1498, lo llamó ‘ilustre y muy magnífico señor’; Las Casas, ;ilustre y grande’, y Castellanos, en su elegía primera, escribió:
“Y así creemos ser esclarecido / y en las tierras de Génova nacido”.
Debaten los adversarios la autenticidad de los restos de 1877 arguyendo que la palabra ‘América’ inscrita en la urna es un notorio anacronismo, ya que tanto en España como en el Nuevo Mundo la corriente era Indias. ¿Tiene razón? Pedro Magallo la emplea en su ‘Compendio de Física’ publicado en Salamanca en 1520.
Está en una de las cédulas reales de 1602 relativas a una representación enviada desde Filipinas. 38 En los registros de la Universidad salamantina figuró matriculado en 1662 un estudiante nativo de Santa Fe, ‘en las Indias de América.’ 39 Una carta de Alonso de Cárdenas, embajador en Londres, previno al Rey en 1654 sobre la flota inglesa que se encaminaba ‘a la América’. 40
De 1669 es el informe de Alonso Fernández de Lorca a Juan Velasco acerca de la partida de varios navíos franceses ‘a la vuelta de América.’ 41 El memorial de Semillán Campuzano, redactado en Santo Domingo en 1682, repitió cuatro veces la voz. 42 Los ejemplos podrían multiplicarse, pero como muestra bastan los citados. Por qué América figura en la urna de Colón lo diremos más adelante.
López Prieto y Colmeiro reniegan del nombre de ‘Cristóval’, con uve, por estar escrito, dicen, según las reglas de la ortografía moderna. Colón firmaba ‘Xpval’ y jamás hubiera consentido que se alterase esa grafía, aseguran. Reconocieron, sin embargo, los dos autores que algunas veces se empleó ‘Cristóval’ en los siglos XVI y XVII. ¿A santo de qué, entonces, no pudo ser una de ellas la que aparece en la urna de 1877? La lápida de Hernando Colón, de 1539, expresa que fue ‘hijo del valeroso y memorable señor D. Cristóbal Colón,’ con uve.
Se asombra Armas, y con él Colmeiro, de la lámina de plata entre los huesos del Descubridor, así como de inscripciones a mano en los dos lados de una plancha, pues, razonan que, aunque en los mencionados siglos se solía depositar una que otra en los ataúdes, lo normal era que se pusiera fuera de los sepulcros para que la gente la leyera. Si tal práctica era habitual en otras partes, no vemos por qué motivo Santo Domingo tenía que constituir una excepción.
Colmeiro abomina de las abreviaturas, las cuales, según él, no pueden ser juzgadas de buena ley por no hallarse autorizadas en el tiempo al que se atribuyen, o sea, la centuria decimosexta. ¿Condenaría también las que están en las lápidas y pisos de la catedral de Santo Domingo y que son de la misma época? He aquí algunas: S. (señor), S. I. (San Juan), D. (domini), M (merced), Rmo. (reverendísimo), Po. (Pedro), Sta. (santa). ¿Difieren sustancialmente estas abreviaturas de las que tiene la urna de Colón?
La letra en cursivas en una urna que se supone de 1544 es obviamente sospechosa. Tejera cuenta que pasó largos ratos intentando averiguar si la de 1877 era la misma que María de Toledo trajo de Sevilla o bien fue sustituida por otra años más tarde. ¿Qué decir a esto?
El 2 de agosto de 1667, el arzobispo Cuevas Maldonado remitió una carta a la reina gobernadora en los términos siguientes:
“El año de 1664, por noviembre, tratando del raparo de mi iglesia... se descubrieron dos nichos, adonde en una caja de plomo estaban los hesos de dos progenitores del duque, sin que tuviéramos noticia antes de que los había, con lo que los dexamos en forma más decente en el mismo sitio...” 43
¿Quiénes eran los progenitores del duque? En el interrogatorio que éste promovió en torno a los escudos de armas de los Colón pintados en las paredes laterales de la capilla mayor y que la corona ordenó quitar por contravenir la cédula de 1537, uno de los testigos, el canónigo Melgarejo Ponce de León, expresó:
“... se hallaron en el suelo, habiendo desenvuelto los ladrillos arrimados a la pared, una caja de plomo que estaba al lado del Evangelio, en la cual leyó este testigo que decía estos son los huesos del Almirante Cristóbal Colón, que falleció año de y no se acuerda de los números, y al lado de la Epístola se halló otra cajita que no tenía rótulo, con huesos de difunto, que oyó decir en aquella ocasión que eran de la virreina... “
La declaración del testigo es de una importancia extraordinaria. Por primera y única vez un residente de Santo Domingo identificó los restos de Colón por el texto de la urna.
¿En qué consistió el adecentamiento? Colón de Carvajal y Chocano entendieron que se desecaron los huesos y luego se cubrieron las bóvedas con lápidas funerarias. Es de sentir que Cuevas Maldonado no haya sido más explícito en su carta, pero seguramente mandó cambiar la urna del Descubridor por otra nueva, pues de no haber ocurrido así carecería de sentido poner, como dijo un segundo testigo, el chantre Francisco García Bustamante, ‘señales encima’ de ella. Y como la de la Epístola no tenía inscripción alguna y nadie podía afirmar de quién eran los restos aún cuando Ponce de León oyó que pertenecían a María de Toledo, se prefirió, ante la duda, dejarlos sin ella.
Del recelo que atenazaba a Tejera participó también el secretario general de la Sociedad Ligur de Historia Patria, L.B. Belgrano. En la relación que en 1879 presentó a la Junta Plenaria de esta entidad, indicó que la caja hallada dos años antes no parecía ‘haber sido hecha ni conforme a las exigencias de un largo viaje ni a la solemnidad e importancia de que debía rodearse la traslación de las cenizas de Colón,’ por lo cual creyó que fue construida posteriormente en la ciudad de Santo Domingo en ocasión de algún acontecimiento. 44
No les faltó la intuición a Tejera y Belgrano. Los paleógrafos italianos Gloria, Carini y Paoli, quienes examinaron cuidadosamente la urna descubierta en 1877, coincidieron en afirmar que las letras cursivas databan de la segunda mitad del siglo XVII. La conclusión que se impone, por tanto, es que Cuevas Maldonado sustituyó la urna primitiva, quizás en malas condiciones, por otra, en 1664, año que correspondió exactamente a la segunda mitad de dicho siglo.
Ponce de León nos reveló asimismo el sitio, esta vez exacto, de la bóveda donde estaban sepultados los restos de Cristóbal Colón, cuando afirmó que se quitaron los ladrillos arrimados a la pared del lado del Evangelio. Efectivamente, la bóveda se encontraba, y se encuentra todavía, pegada a la pared, en el punto más a la derecha del Evangelio y separada por un muro de 16 centímetros de espesor de la abierta en 1795, que el acta de Hidalgo colocó entre la pared principal y la peana del altar mayor.
La bóveda de al lado de la Epístola no custodiaba, como creyó el canónigo, los despojos de la virreina, sino los de su hijo Luis. ¿Dónde, entonces, se enterraron los de Diego Colón y Toledo? Queda claro que fue en la de 1795. En el presbiterio viejo de la catedral sólo había, y aún hoy se pueden ver, tres bóvedas, ni una más, ni una menos.
¿Cometieron los autores del descubrimiento de 1877 un fraude? Para tratar de demostrarlo, Colmeiro apeló a Moreau de Saint-Méry, a cuya pluma le endilga este párrafo:
“Fuera de la peana del altar mayor, a derecha e izquierda, reposan en dos urnas de plomo los huesos de Cristóbal Colón y los de don Luis, su hermano.”
¿Qué infiere Colmeiro de él? La urna de Luis Colón, aseveró, se sacó ‘no casualmente, sino deliberadamente’. La otra, la de su hermano Cristóbal Colón y Toledo, ‘salió en silencio del punto conocido en que se hallaba’ y se buscará en vano por haber sido consumida ‘en el laboratorio de una evidente transfusión de personalidad’. Una mano devota la transportó al presbiterio, debajo del sitio ocupado por la silla episcopal, ‘el mismo tal vez que ocupaba hasta 1795 los restos del Descubridor.’ 45
Por lo pronto, en ninguna de las líneas que Moreau de Saint-Méry dedicó al Descubridor nombró a los nietos, como tampoco los nombraron Núñez de Cáceres, Sánchez y Gálvez, amén de que el francés no escribió el párrafo citado.
Las certificaciones de los tres eclesiásticos no dicen Cristóbal Colón, así a secas, sino ‘el Almirante Cristóbal Colón’. Es por un lado. Por otro, ¿qué necesidad tenían los protagonistas del supuesto fraude de extraer primero ‘deliberadamente’ los restos de Luis? ¿Acaso desempeñaron algún papel fundamental en el pretendido engaño?
¿No era suficiente con trocar las urnas del Descubridor por las de su nieto? La urna de Cristóbal Colón y Toledo no la llevó una mano devota a la bóveda de 1795, como sugiere Colmeiro, ya que, de haber sido la de él, hubiera estado en la bóveda de 1877, pegada según se dijo a la pared del lado del Evangelio.
La tradición tan esgrimida por Colmeiro no mencionó a Cristóbal Colón y Toledo, mutismo éste que sólo significa una cosa: a nadie, en Santo Domingo, le había pasado por la cabeza la posibilidad de que ese personaje pudiese estar sepultado en la capilla mayor.
De querer perpetrar un fraude, había que excavar el piso del presbiterio, remover el pavimento, tirar el cascajo fuera de la catedral y volver a ponerlo todo igual. Ese piso estaba revestido de losas muy viejas, muchas de ellas cuarteadas por el tiempo y las pisadas de los clérigos y fieles y no pocas se hubiesen roto al intentar levantarlas.
Se precisaba, por tanto, reponerlas con otras de la misma antigüedad. Había, además, que hoyar en dos lugares distintos: uno donde se encontraba la urna de Colón y Toledo y otro en la bóveda de 1795 ó 1877, trabajo que no se realizó en un día, sobre todo si hubo que dejarlos exactamente como antes de cavar en ellos.
¿Serían los obreros tan discretos que se cuidarían de no irse de la lengua? ¿No advertirían los vecinos de la catedral o los que transitaban cerca de ella el trajín que allí existía? La apertura de la urna de 1877 fue presenciada por las autoridades civiles, eclesiásticas y militares, el cuerpo consular y numerosos curiosos. Era imposible que ninguno no hubiese notado algún indicio de que allí se había hurgado previamente, a menos que todos, incluyendo Echeverri, se hubiesen confabulado con los autores del sedicente fraude.
Los dominicanos han transitado un largo camino sembrado de dramáticas vicisitudes. No obstante, en ningún momento han dejado de honrar, desde el día memorable en que surgieron del seno de su tierra, los augustos restos del gran hombre que tanto amó a La Española, la isla que, según dijo en su testamento, Dios le dio milagrosamente. Acatando los deseos de su padre, Diego Colón dispuso que las cenizas del Descubridor descansasen para siempre en Santo Domingo.
Allí están, en un suntuoso mausoleo digno de él. Si la desidia de quienes debían mantener viva su memoria olvidó rendirle tributo de respeto y admiración, el faro de luz que surca el cielo de la República Dominicana recuerda al mundo que sus hombres y mujeres, hijos de España y de su gloriosa historia, por cuya perpetuación lucharon contra ingleses, franceses, haitianos y norteamericanos, siempre lo reverenciarán.
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Notas:
1- Ponencia presentada en el ‘Congreso Internacional Valladolid-Colón 2006: V Centenario de la Muerte del Almirante’, el 16 de mayo de 2006, a nombre del Faro a Colón, la Academia Dominicana de la Historia y la Fundación Carcía Arévalo. La misma fue también presentada en el Faro a Colón de esta ciudad [de Santo Domingo] el 24 de mayo, dentro del programa de la Academia para conmemorar dicha efeméride.
2- Historiador nacido en España, nacionalizado dominicano, miembro de número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana.
3- Miembro de número de la Academia Dominicana de la Historia.
4- ‘Extracto del Memorial de María de Toledo’. Archivo General de Indias, Indiferente General 856.
5- Tejera, Emiliano. ‘Los dos restos de Cristóbal Colón’, Apéndice III. Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1986.
6- Rodríguez Demorizi, Emilio. ‘Relaciones históricas de Santo Domingo’, Vol. II. Ciudad Trujillo, Editora Montalvo, 1942, pp. 91 – 124.
7- Harrise, Henri. ‘Chistophe Colomb’, Vol. II. París, Editions Le roux, 1884, pp. 243 – 244.
8- ‘Carta de Aristizábal a García. 11 de diciembre de 1795’. Archivo General de Indias, Estado 13.
9- ‘Cabildo de Santo Domingo a García. 16 de diciembre de 1795’, Ibídem.
10- Ibídem.
11- ‘Archivo de Protocolos de Sevilla’. Oficio XV, libro I, 1509.
12- Asencio, Joaquín Marino. ‘Los restos de Cristóbal Colón están en La Habana’. Sevilla. Imprenta y Librería Española y Extranjera. 1889, p. 93.
13- Cuartero y Huerta, B. ‘La prueba plena’. Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, Madrid, 1963, pp. 111-112.
14- ‘Portillo a Godoy, 9 de marzo de 1796’. Archivo General de Indias, Estado 13.
15- En Incháustegui Cabral, Joaquín Marino. ‘Documentos para estudio’, Vol. I. Buenos Aires, 1957, I, pp. 116-117
16- ‘Informe sobre los restos de Cristóbal Colón’, Madrid, 1879
17- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos de Cristóbal Colón’. Madrid, 1879, p. 18.
18- ‘Informe’… p.21
19- Rodríguez Demorizi. ‘Relaciones…’ I, p. 228.
20- ‘Informe… p. 37.
21- Ibídem.
22- Editado en Madrid, sin fecha, en la imprenta de Manuel Fernández.
23- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos…’, nota, p. 61.
24- Utrera, fray Cipriano de. ‘Los restos de Colón en Santo Domingo’. Santo Domingo, Academia Dominicana de la Historia, 1977, p. 114.
25- Cristóbal Colón. ‘Incógnitas de la muerte, 1506-1902. Primeros almirantes de las Indias’, Madrid, C.S.I.C., 1992.
26- Jiménez de la Espada, E. ‘Juan de Castellanos y su historia del nuevo Reino de Granada’, Madrid, 1886, p. 154.
27- Cuartero y Huerta. Ob. Cit., Apéndice V, pp. 234-235.
28- Colón y Chocano. Ob. Cit., II, Apéndice XXXIV.
29- Editada en español por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos. Santo Domingo, 1976, pp. 148-149.
30- ‘Cristóbal Colón. Incógnitas…’ Apéndice XXXIV.
31- Moreau de Saint-Méry. Ob. Cit., pp. 145-147.
32- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos…’, p. 25.
33- Archivo General de Indias, S.D. 868, libro I
34- ‘Informe oficial’. En Tejera. Ob. Cit., Apéndice, p. 269.
35- Tejera. Ob. Cit., pp. 52-53.
36- “Los restos de Colón en Sevilla”. ‘Anuario de Estudios Americanos’, X, Sevilla, 1954.
37- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos…’, p. 54.
38- ‘Disposiciones complementarias de las leyes de Indias’. Madrid, 1930.
39- Utrera. Ob. Cit., p. 221.
40- Archivo General de Simancas. Estado 2529.
41- Utrera. Ibídem., p. 222.
42- Rodríguez Demorizi, E. ‘Relaciones históricas…’ II, pp. 281, 282, 287, 288.
43- Duquesa de Berwick y Alba. ‘Autógrafos de Cristóbal Colón y Papeles de América’. Madrid, 1892, p. 189.
44- La relación, publicada en Génova en 1879, fue traducida al español y reeditada en Santo Domingo ese mismo año.
45- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos…’, p. 35.
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La presente ponencia fue publicada en ‘Clío’; órgano de la Academia Dominicana de la Historia, año 75, enero-junio 2006, No. 171, pp. 35-62
36- “Los restos de Colón en Sevilla”. ‘Anuario de Estudios Americanos’, X, Sevilla, 1954.
37- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos…’, p. 54.
38- ‘Disposiciones complementarias de las leyes de Indias’. Madrid, 1930.
39- Utrera. Ob. Cit., p. 221.
40- Archivo General de Simancas. Estado 2529.
41- Utrera. Ibídem., p. 222.
42- Rodríguez Demorizi, E. ‘Relaciones históricas…’ II, pp. 281, 282, 287, 288.
43- Duquesa de Berwick y Alba. ‘Autógrafos de Cristóbal Colón y Papeles de América’. Madrid, 1892, p. 189.
44- La relación, publicada en Génova en 1879, fue traducida al español y reeditada en Santo Domingo ese mismo año.
45- Colmeiro. ‘Los verdaderos restos…’, p. 35.
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La presente ponencia fue publicada en ‘Clío’; órgano de la Academia Dominicana de la Historia, año 75, enero-junio 2006, No. 171, pp. 35-62
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De los autores
Carlos Esteban Deive González.
Nació en Segovia, Galicia, España, en 1935 y en 1965 se nacionalizó dominicano. Inició sus estudios universitarios de Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela, Coruña, España y los concluyó en la Univesidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) en 1962 cuando obtuvo el título de Licenciado en Filosofía, en la que en 1964 obtuvo el de Doctor en Filosofía. De 1957-1962 se desempeñó como periodista de los periódicos ‘El Caribe’ y ‘Listín Diario’ y de 1964-1965 fue Director de Relaciones Públicas de la Universidad de Santo Domingo.
En 1964 ingresó a la carrera docente como profesor de Historia de la Cultura en la UASD y en 1966 fue de los fundadores de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU) en la que desde ese año hasta 1983 fue profesor de Historia de la Cultura y de Literatura Universal Contemporánea. Además, en la UNPHU desempeño varios cargos administrativos siendo el más importante el de decano de la Facultad de Humanidades y Educación (1989-2000). Laboró: en el Museo del Hombre Dominicano (1974-1983); en la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos (1979-1983); como diplomático en Sevilla, España (1983-1987); y presidente de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo (2000-2004).
Es autor de 6 libros de Literatura; 2 de Teatro; 2 de Antropología; 22 ensayos históricos en revistas y publicaciones especializadas y 13 de Historia entre los que se destacan: ‘La esclavitud del negro en Santo Domingo’ (1980); ‘Heterodoxia e Inquisición en Santo Domingo’ (1983); ‘Los refugiados franceses en Santo Domingo’ (1984); ‘La mala vida. Delincuencia y picaresca en Santo Domingo’ (1988); ‘Los guerrilleros negros’ (1989); ‘Recopilación diplomática relativa a las colonias española y francesa de Santo Domingo 1684-1801’; ‘Los restos de Colón en Santo Domingo’ (1993); ‘La Española y la esclavitud del indio’ (1995); ‘Tongomangos. Contrabando y piratería en Santo Domingo’ (1996); ‘Rebeldes y marginados’ (2002); y ‘Documentos para la Independencia de Cuba’ (2005). Por su amplia producción intelectual ha ganado 10 premios en Literatura, Ensayo e Historia.
En la actualidad está retirado de la docencia y de los cargos administrativos, se dedica a la investigación y redacción de obras históricas y literarias y es miembro de número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana.
Manuel Antonio García Arévalo.
Nació en Santo Domingo, República Dominicana, en 1948. Realizó estudios de Administración de Empresas en la Universidad Asociación Pro Educación y Cultura (UNAPEC) e idiomas en Michigan University, Michigan, Estados Unidos de América. Obtuvo el título de Licenciado en Historia, en la Universidad Católica Santo Domingo (UCSD) y realizó diversos cursos especializados en Arqueología y Antropología en otras instituciones académicas.
Como empresario es presidente ejecutivo de Embotelladora Dominicana y ha desempeñado posiciones directivas en la Asociación de Industrias de la República Dominicana y la Asociación de Industrias de Bebidas Gaseosas. Fue miembro del Consejo Directivo del Banco de Reservas, miembro de la Junta Monetaria del Banco Central de la República Dominicana y de la Oficina de Patrimonio Cultural. Como historiador se ha distinguido en la investigación socio-histórica y arqueológica. En 1971 creó la Fundación García Arévalo que patrocina la Sala de Arte Prehispánico que ha publicado 60 libros.
Es autor y coautor de más de 20 obras y decenas de trabajos en revistas especializadas y publicaciones periódicas entre las que se destacan: ‘Las espátulas vómicas sonajeras de la cultura taína’ (1976): ‘Arte taíno de la República Dominicana’ (1977); ‘Cimarrón’ (1979), coautor con Juan José Arrom; ‘La inmigración española y la fundación de la Casa de España en Santo Domingo’ (1987); ‘Indigenismo, Arqueología e identidad nacional’ (1988); ‘El carnaval en Santo Domingo’ (1989); ‘Antología del merengue’ (1989) y ‘Artesanía dominicana’ (1989), coautor con José del Castillo Pichardo; ‘Pueblos y políticos en el Caribe Amerindio. El indigenismo dominicano’ (1990); dimensión y perspectiva del Quinto Centenario del Descubrimiento de América’ (1992); ‘La independencia nacional de la República Dominicana’ (1992), coautor con Juan Daniel Balcécer; ‘Santo Domingo en ocasión del Quinto Centenario’ (1993); ‘El arte taíno y la identidad nacional dominicana’ (1999); ‘El ayuno del behique y el simbolismo ritual del esqueleto’ (2001); ‘Los taínos en los apuntes de Cristóbal Colón’(2003); y ‘La frontera tipológica entre los objetos líticos de la cultura taína’ (2005).
Es miembro del Consejo Directivo del Museo del Hombre Dominicano y académico de número de la Academia Dominicana de la Historia y de la Academia de Ciencias de la República Dominicana.
Carlos Esteban Deive González.
Nació en Segovia, Galicia, España, en 1935 y en 1965 se nacionalizó dominicano. Inició sus estudios universitarios de Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela, Coruña, España y los concluyó en la Univesidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) en 1962 cuando obtuvo el título de Licenciado en Filosofía, en la que en 1964 obtuvo el de Doctor en Filosofía. De 1957-1962 se desempeñó como periodista de los periódicos ‘El Caribe’ y ‘Listín Diario’ y de 1964-1965 fue Director de Relaciones Públicas de la Universidad de Santo Domingo.
En 1964 ingresó a la carrera docente como profesor de Historia de la Cultura en la UASD y en 1966 fue de los fundadores de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU) en la que desde ese año hasta 1983 fue profesor de Historia de la Cultura y de Literatura Universal Contemporánea. Además, en la UNPHU desempeño varios cargos administrativos siendo el más importante el de decano de la Facultad de Humanidades y Educación (1989-2000). Laboró: en el Museo del Hombre Dominicano (1974-1983); en la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos (1979-1983); como diplomático en Sevilla, España (1983-1987); y presidente de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo (2000-2004).
Es autor de 6 libros de Literatura; 2 de Teatro; 2 de Antropología; 22 ensayos históricos en revistas y publicaciones especializadas y 13 de Historia entre los que se destacan: ‘La esclavitud del negro en Santo Domingo’ (1980); ‘Heterodoxia e Inquisición en Santo Domingo’ (1983); ‘Los refugiados franceses en Santo Domingo’ (1984); ‘La mala vida. Delincuencia y picaresca en Santo Domingo’ (1988); ‘Los guerrilleros negros’ (1989); ‘Recopilación diplomática relativa a las colonias española y francesa de Santo Domingo 1684-1801’; ‘Los restos de Colón en Santo Domingo’ (1993); ‘La Española y la esclavitud del indio’ (1995); ‘Tongomangos. Contrabando y piratería en Santo Domingo’ (1996); ‘Rebeldes y marginados’ (2002); y ‘Documentos para la Independencia de Cuba’ (2005). Por su amplia producción intelectual ha ganado 10 premios en Literatura, Ensayo e Historia.
En la actualidad está retirado de la docencia y de los cargos administrativos, se dedica a la investigación y redacción de obras históricas y literarias y es miembro de número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana.
Manuel Antonio García Arévalo.
Nació en Santo Domingo, República Dominicana, en 1948. Realizó estudios de Administración de Empresas en la Universidad Asociación Pro Educación y Cultura (UNAPEC) e idiomas en Michigan University, Michigan, Estados Unidos de América. Obtuvo el título de Licenciado en Historia, en la Universidad Católica Santo Domingo (UCSD) y realizó diversos cursos especializados en Arqueología y Antropología en otras instituciones académicas.
Como empresario es presidente ejecutivo de Embotelladora Dominicana y ha desempeñado posiciones directivas en la Asociación de Industrias de la República Dominicana y la Asociación de Industrias de Bebidas Gaseosas. Fue miembro del Consejo Directivo del Banco de Reservas, miembro de la Junta Monetaria del Banco Central de la República Dominicana y de la Oficina de Patrimonio Cultural. Como historiador se ha distinguido en la investigación socio-histórica y arqueológica. En 1971 creó la Fundación García Arévalo que patrocina la Sala de Arte Prehispánico que ha publicado 60 libros.
Es autor y coautor de más de 20 obras y decenas de trabajos en revistas especializadas y publicaciones periódicas entre las que se destacan: ‘Las espátulas vómicas sonajeras de la cultura taína’ (1976): ‘Arte taíno de la República Dominicana’ (1977); ‘Cimarrón’ (1979), coautor con Juan José Arrom; ‘La inmigración española y la fundación de la Casa de España en Santo Domingo’ (1987); ‘Indigenismo, Arqueología e identidad nacional’ (1988); ‘El carnaval en Santo Domingo’ (1989); ‘Antología del merengue’ (1989) y ‘Artesanía dominicana’ (1989), coautor con José del Castillo Pichardo; ‘Pueblos y políticos en el Caribe Amerindio. El indigenismo dominicano’ (1990); dimensión y perspectiva del Quinto Centenario del Descubrimiento de América’ (1992); ‘La independencia nacional de la República Dominicana’ (1992), coautor con Juan Daniel Balcécer; ‘Santo Domingo en ocasión del Quinto Centenario’ (1993); ‘El arte taíno y la identidad nacional dominicana’ (1999); ‘El ayuno del behique y el simbolismo ritual del esqueleto’ (2001); ‘Los taínos en los apuntes de Cristóbal Colón’(2003); y ‘La frontera tipológica entre los objetos líticos de la cultura taína’ (2005).
Es miembro del Consejo Directivo del Museo del Hombre Dominicano y académico de número de la Academia Dominicana de la Historia y de la Academia de Ciencias de la República Dominicana.
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2 comentarios:
Hasta ahora solo se ha comprobado científicamente que los verdaderos restos de Colón están en la Catedral de Santa María de la Sede de Sevilla, lo que no quita que también haya otros restos en otros sitios, como en Santo Domingo.
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