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Por M. de J. Troncoso de la Concha
Individuo de la Academia Dominicana
De la Historia – Ex Presidente de la República.
Introducción
En el año de 1937, el Instituto de Investigaciones Históricas, a propuesta de su presidente, el fecundo escritor e historiógrafo doctor Gustavo Adolfo Mejía, abrió un debate acerca de la manera como se operó la invasión de Santo Domingo por Haití en el año de 1822. Se sometieron a examen estas cuestiones:
“1- ¿Cuál fue el hecho histórico: accesión voluntaria, anexión, o acaso incorporación forzada? ¿Existió en verdad cooperación de la Parte del Este? ¿Existió el dolo en el asentimiento dominicano?”
“2- Partidos o facciones en que estaba dividida la isla”
“3- ¿Ejercía la metrópoli una autoridad eficaz sobre su primera colonia del Nuevo Mundo?”
“4- Motivos que mantuvieron en suspenso los planes de dominación de Haití sobre la parte oriental de la isla”
Invitado a participar en el debate, presenté en la sesión del 28 de mayo de aquel año un trabajo cuyo contenido, en su parte esencial, he vaciado en este opúsculo.
Muéveme a publicarlo en esta forma la circunstancia de que escritores haitianos, algunos muy prominentes, al referirse a aquella etapa dolorosa de la vida del pueblo dominicano, repiten todavía, de tiempo en tiempo, la especie urdida entonces de que la incorporación de Santo Domingo a Haití fue el resultado de un movimiento operado por nuestros antepasados para unir a ambos pueblos, y más especialmente el hecho de haber habido en nuestro país quienes hayan admitido como fundada semejante aseveración, sobrepasando así las aspiraciones del taimado Boyer, quien nunca imaginó probablemente, que las dolosas maniobras llevadas a cabo por él para encandilar a España y a la Gran Colombia pudieran, a través de los tiempos, aparecer, para otros que no fueran los haitianos, como expresión sincera de los hechos en aquella época acaecidos.
Resulta tan extravagante querer presentar a Santo Domingo como separándose de la vieja y amada España y abandonando a Núñez de Cáceres en su empresa de reunirlo a Colombia, para incorporarse a un Estado cuyos fundadores le habían causado tantos males, que toda aclaración a ese respecto debería holgar; pero como la impostura, a fuerza de repetirse, llega a veces hasta obtener que se le coloque en el lugar correspondiente a la verdad, es justo que ésta se haga oír, de cuando en cuando, para volver por sus fueros y evitar se la despoje de un sitio que sólo a ella le pertenece.
I
Cuando el Presidente de Haití, Jean Pierre Boyer, invadió y ocupó en los primeros meses de 1822 la Parte Española de la isla de Santo Domingo, desligada entonces del poder de España y unida nominalmente a la República de la Gran Colombia, lo que hizo fue incorporar por medio de la fuerza esta porción de la isla a la República de Haití.
Doy por sentado y comprobado que, antes de atravesar Boyer con sus tropas la frontera a mediados de enero de aquel año, la bandera haitiana había sido enarbolada en los pueblos fronterizos, primero, y en algunas situados en el interior, después; doy por sentado y comprobado que en Santiago de los Caballeros hasta se llegó a formar una Junta Central Provisional de Gobierno, o cosa así, en oposición al Gobierno del Estado, cuya independencia de España y unión a la Gran Colombia había sido proclamada por el doctor José Núñez de Cáceres, y que esa Junta, compuesta por personas principales, se puso en comunicación con Puerto Plata, La Vega, San Francisco de Macorís y el Cotuí para obtener la adhesión de estos pueblos al pensamiento que la había movido a organizarse; doy por sentado y comprobado que ese pensamiento aparente era el de favorecer la unión de Santo Domingo a Haití; doy por sentado que existieron, y tal vez existan todavía, documentos en los cuales, con la expresión de una fecha anterior a la invasión del territorio de la antigua Parte Española de Santo Domingo por Boyer, se le llama a éste y se proclama que la unión de los dominicanos al Estado fundado por Dessalines y Cristóbal será la realización de su felicidad. Doy, finalmente, por sentado y comprobado que desde días antes de la entrada de Boyer en ella, fue izada la bandera de Haití en la misma ciudad de Santo Domingo.
Pero esos hechos, que fueron los que sirvieron a la palabra oficial del Gobierno haitiano para tratar de hacerle creer al mundo que los dominicanos habían recurrido a él para venir a ponerlos en paz y someterlos a su autoridad, no tienen ningún valor, como no sea el de que, dentro de la apariencia material de las cosas, acaecieron.
Atribuyéndole mayor valor, se comete una grave injusticia en contra del pueblo dominicano.
Las acciones e inacciones de los agrupamientos sociales, como las de los individuos, no serían nunca bien ponderadas, si se les apreciara solamente por lo que pudiéramos llamar su parte materialmente visible. La historia quedaría reducida al estrecho límite de una narración vulgar si así fuese dable escribirla. Preciso es examinarlas en su origen; en sus antecedentes; en las circunstancias ambientes; en las que más tarde pusieron de relieve su significación y trascendencia.
En el caso de aquellos acontecimientos desgraciados, que no fueron la obra colectiva de los dominicanos, ni siquiera la expresión libre de la mayoría de los individuos que aparecieron envueltos en ellos, hay, así, que remontarse a otros anteriores; unos de época un poco lejana; otros de años relativamente cercanos a aquellos días infaustos; otros que ocurrieron inmediatamente antes o concurrieron con su realización; otros que les siguieron; todos los cuales forman una cadena cuyo primer eslabón se forja el 4 de mayo de 1794 con la traición de Toussaint Louverture a España y el asesinato de todos los españoles que la fatalidad puso al alcance de sus manos, y que no se cierra ya hasta después de la segunda invasión y derrota de Soulouque en 1855 y 1856 y los movimientos haitianizantes de Ramírez y Tavera en los pueblos fronterizos del Sur en 1860.
Debo dar por muy bien conocidos los sucesos que se desarrollaron en la colonia francesa e igualmente en la colonia española de Santo Domingo en las postrimerías del siglo XVIII y los inicios del XIX y que culminaron en la primera con la liberación de los esclavos y la fundación subsecuente del Estado de Haití.
Yo me detengo solamente en éstos: la invasión de la colonia española por Toussaint Louverture, a título de ejecutor del Tratado de Basilea; la adopción de una Constitución para la isla, en 1801, y la invasión por Dessalines de la antigua parte española (ya para estos días bajo el poder de Francia) en 1805.
La Constitución de 1801, que es la cristalización del pensamiento de Toussaint Louverture, es asimismo la clave que sirve para explicar todos los hechos registrados desde ese momento en adelante en la isla.
Cuando Toussaint, dando deslealmente la espalda a la causa de España, que lo había amparado y engrandecido, se pone al servicio de Francia, no cruza por su mente la idea de contribuir con su inteligencia y su valor al triunfo de las armas francesas. El ha pensado que la victoria española podría tal vez aparejar para él y los hombres de color que le siguen, grandes ventajas de todo orden. Eso es muy poco, sin embargo, para lo que aspira.
II
Enuncié antes, y ratifico ahora que cuando la dominación haitiana fue establecida en nuestro país, este hecho se produjo por medio de una incorporación forzada. Agrego que no fue el resultado de un querer del pueblo dominicano, ni tampoco el de un partido, ni siquiera el de la generalidad de las personas a quienes se hizo aparecer como solicitando la unión de ambos Estados, sino la obra de la coacción llevada a cabo por el Gobierno haitiano y que se desarrolló por medio de la intimidación a los dominicanos.
El argumento empleado por quienes creen que hubo una unión voluntaria es el que, indudablemente, se realizaron los hechos que, en los primeros párrafos de este escrito, doy por sentados y comprobados.
El conocimiento que la historia nos transmite de la situación creada en el espíritu del pueblo dominicano por los actos vandálicos que perpetraron los caudillos haitianos en la primera década del siglo decimonono; las circunstancias que rodearon algunos de los hechos que procedieron a la invasión; la actitud revelada en su obra y sus escritos por Boyer; la conducta que observó nuestro pueblo en el momento de la ocupación y después de operada ésta; la guerra que nos hizo Haití después del establecimiento de la República Dominicana, son, sin embargo, harto elocuentes para que aquella creencia pueda ser sustentada con algún fundamento.
Los crímenes contra la humanidad y la civilización que Toussaint y sus tenientes y Dessalines y los suyos consumaron en la antigua parte española de la isla entre 1800 y 1805 no son ni han sido nunca objeto de duda. Los historiadores haitianos son tal vez quienes más de relieve los han puesto. Que en el recuerdo de muchos habitantes de Santo Domingo que les sobrevivieron (apenas habían transcurrido diez y seis años) y en la mente de la generación que se había formado a raíz de acaecidos, tales atentados mantuvieron una impresión de espanto, de terror, de pérdida del propio dominio, sobre todo cuando carecían de elementos de defensa, es consecuencia que nadie puede discutir, sin ponerse en contradicción con la naturaleza humana.
Dentro de semejantes circunstancias, pues, no es razonable pensar que hubiera quien creyese que de los haitianos podía recibir bien alguno, ni que obrase por medio del ejercicio de una voluntad libre cuando aparentara querer la unión de Santo Domingo a Haití.
Es inconcebible, por otra parte, que entre los dominicanos, quienes habían repudiado con la mayor suma posible de energía el Tratado de Basilea, que los había uncido al poder de Francia, porque consideraban a esta nación no merecedora de gobernarlos; que habían derramado su sangre para arrojar del país a los franceses con el fin de que de nuevo ondease en Santo Domingo la bandera de España, hubiera quienes volviesen los ojos a una nación recién formada, de otra tradición, de distinto origen, de otra lengua, cuyos caudillos habían sido sus verdugos, a la cual no les ligaba sino el nexo de la vecindad y cuyos prejuicios y odios raciales se habían manifestado tan fieramente aun después de conquistada en brava y heroica lid su liberación.
¿Cómo creer, pongo el caso, que Santiago, víctima inmolada por el tetrarca Cristóbal en aras de los designios de “Haití uno e indivisible”; que conservaba, fresco aún, el recuerdo de su devastación, el pillaje de sus bienes, la violación de sus vírgenes, el sacrificio de sus sacerdotes y oficiales de gobierno, mártires de su tradición y de su raza, abriera los brazos para llamar hacia sí, como “consoladores y pacificadores de los oprimidos”, a los mismos hombres que tanto mal le habían causado?
Entre los portadores del mensaje enviado a Boyer por la Junta figuraba don Fernando Morel de Santa Cruz, varón de la misma estirpe de aquel obispo Morel de Santa Cruz, noble hijo de Santiago, a quien debió Cuba en gran parte su liberación de los ingleses. Los otros eran también individuos principales, sobre los cuales se había hecho sentir más la influencia de la amenaza de que eran voceros los agentes del presidente de Haití.
No había en los actos y movimientos de aquellos hombres un ejercicio libre de su voluntad.
Las circunstancias que rodearon el enarbolamiento de la bandera haitiana en algunas poblaciones y las expresiones usadas por quienes figuraron como los conductores del pueblo en ellas ponen de manifiesto la intervención de la violencia, solapada o descubierta.
En Monte Cristo es el chef de squadron haitiano Charles Arrieu quien la iza, después de “arriar, patear y romper en trizas el pabellón de Colombia”, dice Núñez de Cáceres en su carta a Soublette, vicepresidente de aquella república, el 6 de agosto de 1822. Cuando el comandante de La Vega, don Juan Rondón, escribe a Boyer el 4 de enero de ese año para participarle que “esta ciudad, vecina de Santiago, ha seguido su ejemplo”, le dice: “yo hago, pues, mi sumisión a Vuestra Excelencia”. En Puerto Plata el concejal Leoncio Juliá se niega a firmar el pliego del pronunciamiento y es objeto después de persecuciones de parte de las autoridades haitianas.
La tradición constante del pueblo dominicano fue siempre, además, la de que la mayoría de los escritos que se publicaron para comprobar el llamado que los dominicanos habían hecho a Boyer habían sido antidatados. Yo recuerdo haberla oído de labios de la señora Magdalena de los Ríos, inolvidable comadrona de esta ciudad, de pura raza negra, cuando, en perfecta lucidez, contaba ya noventa y cinco años. De sus labios escuché igualmente la relación de sucesos muy interesantes. Ella recordaba el día de la proclamación de la independencia e incorporación de Santo Domingo a la Gran Colombia. “Yo estaba chiquita –me decía-, pero me acuerdo de eso. Me acuerdo de que mi madre me contaba, cuando ya estaba crecida, que nadie, ni los blancos ni los negros, estaba conforme con lo que hizo don José Núñez. Mi mamá, cada vez que los haitianos hacían una de las suyas, nos decía: esto se lo debemos a don José Núñez, porque por su disparate de botar la España, están aquí esos malvados.”
La carta de Núñez de Cáceres a Soublette de que hice referencia (véase Clio, órgano de la Academia Dominicana de la Historia, julio-agosto 1933), confirma aquella tradición. En esa carta el ilustre prócer también escribió: “Cuando Santiago se vio amenazada de una irrupción a sangre y fuego dobló la cerviz para no verse de nuevo reducida a cenizas, como en las anteriores invasiones de estos vándalos: esta es la pura verdad, y puede V. E. estar seguro de que será el primero de los pueblos que sacuda el yugo en cuanto le avise que ha llegado la hora de las venganzas”, (Visión de 1844.)
De que fue la violencia el medio de que se sirvió Boyer para llevar a cumplimiento la política haitiana de eliminación del vecino peligroso, su carta a Núñez de Cáceres del 11 de enero de 1822 y el método que puso en ejecución para ocupar a Santo Domingo son la mejor prueba de ello. “Desde la proclamación de la independencia –se lee en esa carta- jamás hemos entendido que la isla de Haití fuese divisible”. Más adelante: “Las calamidades sufridas por nuestra patria son las que han impedido que hasta ahora no se haya unificado el territorio”. Finalmente:”Espero encontrar en todas partes hermanos, amigos, hijos a quienes abrazar. NO HABRA, EMPERO, OBSTACULO QUE SEA CAPAZ DE DETENERME”. Todo eso a vuelta de expresar que había sido llamado por los dominicanos y de exponer que venía “como pacificador y conciliador de todos los intereses”.
Cinco o seis días después, un ejército de catorce mil hombres atraviesa la frontera y paso a paso va apoderándose de todo el país, hasta ocupar la ciudad de Santo Domingo el 9 de febrero.
La situación de espíritu en que se quiere hacer aparecer a los dominicanos no puede conciliarse con la conducta del caudillo haitiano, que amenaza, y que apoya su amenaza en un numeroso ejército al entrar en el territorio de un pueblo indefenso.
¿Que hubo cooperación dominicana en los hechos realizados por el gobierno de Haití? Nadie lo niega. Lo que no se puede decir es que aquello fuera una “cooperación DE la Parte del Este.” Cooperación EN, a lo sumo, que es situación muy diferente. La historia ha recogido los nombres de aquellos cooperadores, todos de triste celebridad, no sólo por el vil papel que desempeñaron en la obra de intimidación del pueblo dominicano, sino por los antecedentes bochornosos que los habían descalificado como individuos hacía tiempo.
“La facilidad con que se hace esta entrada –escribió el ilustre historiador Saint Remy- ha servido maravillosamente para el desarrollo de una tesis que los haitianos han siempre propagado y sostenido con la mira intencionada que se advierte a primera vista. De darle oída a los escritores de la República [haitiana], la anexión del 1822 fue un acto voluntario y espontáneo; la toma de posesión del presidente [Boyer] no fue sino la conquista de los corazones. Pero no hay nada menos cierto que esta aseveración histórica. La toma de posesión del 1822 fue pacífica; pero bajo el terror que antes había producido Toussaint en la mayoría de las poblaciones. Los españoles de Santo Domingo daban solamente en estas circunstancias una prueba de esa manera extraña de ser y carácter que los acontecimientos anteriores dejan bien precisada. Plenos de energía para sacudir una dominación establecida, indomables y perseverantes en la insurrección, son mórbidos y débiles en la resistencia. Con tal naturaleza toda sumisión, mirada de lejos y al través de cierta fraseología interesada, puede parecer una conquista de corazones.”
Véase, si de acuerdo con esas apreciaciones, procedentes de una fuente insospechable, se podía tomar como cooperación del pueblo de Santo Domingo, la abyecta labor de aquellos nativos, instrumentos de las maniobras de Boyer.
Por lo demás, lo que dice de nuestro pueblo el historiador Saint Remy es aplicable a nosotros en la misma medida que lo ha sido a todos los pueblos del orbe cuando se han hallado en estado de indefensa frente a la agresión de un vecino fuerte y agresivo.
III
Los acontecimientos que se desarrollaron durante la dominación haitiana, en que el ocupante necesitaba estar ojo avisor para denunciar las conspiraciones que se urdían frecuentemente, la labor paciente y enérgica de los fundadores de la nacionalidad, que no paró hasta obtener la proclamación de la República el 27 de febrero de 1844, la resistencia victoriosa durante más de una década que se estuvo oponiendo después a las invasiones haitianas organizadas por los caudillos de Occidente que se empeñaban en volver a ocupar a este país, son muy concluyentes en el sentido de enseñar que, al hablarse de la resistencia en casos similares, hay que distinguir entre la situación que se produce por causa de un elemento puramente objetivo, la falta de elementos con que poder resistir al enemigo, y la que se caracteriza por el elemento subjetivo de la manera de ser de un agrupamiento social.
Por carecerse de los elementos necesarios para poder hacer resistencia al invasor haitiano, fue justamente, por lo que al golpe de Estado del 1º de diciembre de 1821 siguió una lucha enconada; pero incruenta.
La inmensa mayoría de los dominicanos quería que Santo Domingo permaneciese bajo el poder de España. Había en realidad dominicanos que deseaban deshacerse de ésta; pero ésos eran una minoría escasa. El ideal de independencia y soberanía no existía. Los mismos que se mostraban descontentos del poder español limitaron sus aspiraciones a independizar al país de España y proclamar la unión de éste a la naciente República de la Gran Colombia.
Había también quienes, según vimos antes, se dedicaban a una labor haitianizante; pero tales sujetos no personificaban la expresión de ninguna parte del sentimiento público. Eran simplemente agentes de Boyer, de quien recibían instrucciones y con quien se hallaban en comunicación constante.
El temor a que se abriese a los haitianos una brecha para invadir el suelo patrio eran tan común a los amigos como a los desafectos de España.
Siempre se le ha reprochado con razón al doctor Núñez de Cáceres que se lanzase a aquella aventura, sin medir las consecuencias desde el punto de vista de la política haitiana. La historia descubriría algún día qué pensamientos oscurecieron el entendimiento del ilustre patricio para hacerle descartar de sus previsiones el peligro que la generalidad veía en lontananza.
Tal vez qué nuevas brujas de Macbeth deslizaron en su oído palabras de seguridad de que su obra de emancipación de España sería aprobada por Haití, que así consideraría eliminado al vecino peligroso. El mismo desacertado nombre de “Haití español”, con que se adornó el sui generis naciente Estado, parece indicarlo.
IV
Se ha afirmado con sobradas pruebas que una gran parte del elemento peninsular español se puso del lado de los haitianos cuando la invasión se operó y una fracción desde cuando estaba a punto de operarse. En su carta al general Soubette les llama el doctor Núñez de Cáceres “españoles desnaturalizados”. Nuestro historiador García asienta que el único a quien no se pudo arrastrar en ese camino fue, en la ciudad de Santo Domingo, a don Juan Duarte, padre de quien había de ser más tarde el insigne fundador de la República.
Aquellos españoles, sin embargo, no pueden ser considerados como una expresión del sentimiento público, en el sentido de que quisieran ver establecida en el país la autoridad del gobierno haitiano.
La autoridad de España en la colonia era nominal únicamente. “La España boba” se le llamó y ha seguido llamándosele a aquella época. Esas expresiones populares encierran todo un concepto. Las calamidades que el gobierno del rey afrontaba en la Península y el estado de insurrección en que se hallaba toda la América del Sur contra su autoridad no le permitían poner la atención que era menester en esta colonia, de la cual no sacaba ninún provecho.
Así y todo, la sola presencia de sus representantes en Santo Domingo era bastante para imponer respeto a los haitianos. Una invasión que éstos intentaran constituiría ya un estado de guerra que la obligara a poner los ojos en su desamparada colonia. Los haitianos sabían que de Cuba y Puerto Rico podían venir auxilios que frustraran sus propósitos de absorción de nuestro territorio.
Al producirse el movimiento del 1º de diciembre, el elemento peninsular español, dedicado casi todo al ejercicio del comercio, y que, con muchísima razón, había repudiado el cambio de régimen llevado a cabo, se encontró con este dilema en presencia de aquellos sucesos y de los preparativos que nadie ignoraba estaba haciendo Haití para invadir a Santo Domingo: o los residentes españoles se ponían de parte del flamante gobierno recién establecido por Núñez de Cáceres, que, al par de una repugnancia muy legítima, les inspiraba una seria desconfianza, tanto por la condición de nacionalidad de ellos, como por lo endeble de la autoridad que el nuevo gobierno encarnaba, o, aplicando la vieja regla de conducta doméstica de “hacer del ladrón, fiel”, se situaban al lado del poder haitiano, que fatalmente iba a asentarse en Santo Domingo y contra el cual no podían manifestarse, so pena de perder su futura protección y aun verse expuestos a represalias.
La justicia más elemental se opone a que aquellos hombres sean condenados por haberse acogido a la segunda alternativa.
Muchos de ellos, o sus hijos, fueron con el andar de los años ardientes servidores de la independencia dominicana.
Los acontecimientos que, dentro de la lógica que los presidía, fueron registrándose, son, además, la revelación más completa de la visión que tuvieron. Porque, si Haití no había invadido el territorio de la parte española de la isla hasta entonces, se había debido principalmente a las serias disensiones que en su interior lo dividían y a la presencia del poder de España en nuestra tierra, que él temía, pero que confiaba en que tarde o temprano desaparecería. En su carta del 11 de enero a Núñez de Cáceres. Boyer lo dice, cuando escribe: “Las calamidades sufridas por nuestra patria son las que han impedido que hasta ahora no se haya unificado todo el territorio”… “Yo estaba convencido de que no se hallaba lejos el tiempo en que se podría operar ya una revolución moral, determinando así el cambio de la desgraciada situación en que se hallaban sumidos (los dominicanos) lo que daría por resultado incorporar, sin choques violentos, mis compatriotas de la parte oriental, bajo la égida y protección tutelar de las leyes de la República [haitiana].”
Si en vez de la conducta prudente y resignada con que obraron nuestros antepasados todos en los momentos de la invasión haitiana y del fervor con que mantuvieron siempre encendido después el fuego sacro del patriotismo hasta ver realizado en 1844 el pensamiento que nunca dejó de latir en su pecho, hubiesen escogido la vía del sacrificio, Santo Domingo tendría asignado hoy un sitio en la lista de los pueblos que sucumbieron por el martirio.
Yo prefiero que, en vez de eso, y por no haber sido aniquilado entonces, pueda figurar hoy en el catálogo de los pueblos libres, soberanos e independientes.-
Texto íntegro de “La ocupación de Santo Domingo por Haití”
Por M. de J. Troncoso de la Concha
Individuo de la Academia Dominicana de
la Historia – expresidente de la República.
La Nación, C. por A. Ciudad Trujillo, República
Dominicana, 1942
Jean-Pierre Boyer, Président d'Haïti et de la
République Dominicaine (1822-1843)
Por M. de J. Troncoso de la Concha
Individuo de la Academia Dominicana
De la Historia – Ex Presidente de la República.
Introducción
En el año de 1937, el Instituto de Investigaciones Históricas, a propuesta de su presidente, el fecundo escritor e historiógrafo doctor Gustavo Adolfo Mejía, abrió un debate acerca de la manera como se operó la invasión de Santo Domingo por Haití en el año de 1822. Se sometieron a examen estas cuestiones:
“1- ¿Cuál fue el hecho histórico: accesión voluntaria, anexión, o acaso incorporación forzada? ¿Existió en verdad cooperación de la Parte del Este? ¿Existió el dolo en el asentimiento dominicano?”
“2- Partidos o facciones en que estaba dividida la isla”
“3- ¿Ejercía la metrópoli una autoridad eficaz sobre su primera colonia del Nuevo Mundo?”
“4- Motivos que mantuvieron en suspenso los planes de dominación de Haití sobre la parte oriental de la isla”
Invitado a participar en el debate, presenté en la sesión del 28 de mayo de aquel año un trabajo cuyo contenido, en su parte esencial, he vaciado en este opúsculo.
Muéveme a publicarlo en esta forma la circunstancia de que escritores haitianos, algunos muy prominentes, al referirse a aquella etapa dolorosa de la vida del pueblo dominicano, repiten todavía, de tiempo en tiempo, la especie urdida entonces de que la incorporación de Santo Domingo a Haití fue el resultado de un movimiento operado por nuestros antepasados para unir a ambos pueblos, y más especialmente el hecho de haber habido en nuestro país quienes hayan admitido como fundada semejante aseveración, sobrepasando así las aspiraciones del taimado Boyer, quien nunca imaginó probablemente, que las dolosas maniobras llevadas a cabo por él para encandilar a España y a la Gran Colombia pudieran, a través de los tiempos, aparecer, para otros que no fueran los haitianos, como expresión sincera de los hechos en aquella época acaecidos.
Resulta tan extravagante querer presentar a Santo Domingo como separándose de la vieja y amada España y abandonando a Núñez de Cáceres en su empresa de reunirlo a Colombia, para incorporarse a un Estado cuyos fundadores le habían causado tantos males, que toda aclaración a ese respecto debería holgar; pero como la impostura, a fuerza de repetirse, llega a veces hasta obtener que se le coloque en el lugar correspondiente a la verdad, es justo que ésta se haga oír, de cuando en cuando, para volver por sus fueros y evitar se la despoje de un sitio que sólo a ella le pertenece.
I
Cuando el Presidente de Haití, Jean Pierre Boyer, invadió y ocupó en los primeros meses de 1822 la Parte Española de la isla de Santo Domingo, desligada entonces del poder de España y unida nominalmente a la República de la Gran Colombia, lo que hizo fue incorporar por medio de la fuerza esta porción de la isla a la República de Haití.
Doy por sentado y comprobado que, antes de atravesar Boyer con sus tropas la frontera a mediados de enero de aquel año, la bandera haitiana había sido enarbolada en los pueblos fronterizos, primero, y en algunas situados en el interior, después; doy por sentado y comprobado que en Santiago de los Caballeros hasta se llegó a formar una Junta Central Provisional de Gobierno, o cosa así, en oposición al Gobierno del Estado, cuya independencia de España y unión a la Gran Colombia había sido proclamada por el doctor José Núñez de Cáceres, y que esa Junta, compuesta por personas principales, se puso en comunicación con Puerto Plata, La Vega, San Francisco de Macorís y el Cotuí para obtener la adhesión de estos pueblos al pensamiento que la había movido a organizarse; doy por sentado y comprobado que ese pensamiento aparente era el de favorecer la unión de Santo Domingo a Haití; doy por sentado que existieron, y tal vez existan todavía, documentos en los cuales, con la expresión de una fecha anterior a la invasión del territorio de la antigua Parte Española de Santo Domingo por Boyer, se le llama a éste y se proclama que la unión de los dominicanos al Estado fundado por Dessalines y Cristóbal será la realización de su felicidad. Doy, finalmente, por sentado y comprobado que desde días antes de la entrada de Boyer en ella, fue izada la bandera de Haití en la misma ciudad de Santo Domingo.
Pero esos hechos, que fueron los que sirvieron a la palabra oficial del Gobierno haitiano para tratar de hacerle creer al mundo que los dominicanos habían recurrido a él para venir a ponerlos en paz y someterlos a su autoridad, no tienen ningún valor, como no sea el de que, dentro de la apariencia material de las cosas, acaecieron.
Atribuyéndole mayor valor, se comete una grave injusticia en contra del pueblo dominicano.
Las acciones e inacciones de los agrupamientos sociales, como las de los individuos, no serían nunca bien ponderadas, si se les apreciara solamente por lo que pudiéramos llamar su parte materialmente visible. La historia quedaría reducida al estrecho límite de una narración vulgar si así fuese dable escribirla. Preciso es examinarlas en su origen; en sus antecedentes; en las circunstancias ambientes; en las que más tarde pusieron de relieve su significación y trascendencia.
En el caso de aquellos acontecimientos desgraciados, que no fueron la obra colectiva de los dominicanos, ni siquiera la expresión libre de la mayoría de los individuos que aparecieron envueltos en ellos, hay, así, que remontarse a otros anteriores; unos de época un poco lejana; otros de años relativamente cercanos a aquellos días infaustos; otros que ocurrieron inmediatamente antes o concurrieron con su realización; otros que les siguieron; todos los cuales forman una cadena cuyo primer eslabón se forja el 4 de mayo de 1794 con la traición de Toussaint Louverture a España y el asesinato de todos los españoles que la fatalidad puso al alcance de sus manos, y que no se cierra ya hasta después de la segunda invasión y derrota de Soulouque en 1855 y 1856 y los movimientos haitianizantes de Ramírez y Tavera en los pueblos fronterizos del Sur en 1860.
Debo dar por muy bien conocidos los sucesos que se desarrollaron en la colonia francesa e igualmente en la colonia española de Santo Domingo en las postrimerías del siglo XVIII y los inicios del XIX y que culminaron en la primera con la liberación de los esclavos y la fundación subsecuente del Estado de Haití.
Yo me detengo solamente en éstos: la invasión de la colonia española por Toussaint Louverture, a título de ejecutor del Tratado de Basilea; la adopción de una Constitución para la isla, en 1801, y la invasión por Dessalines de la antigua parte española (ya para estos días bajo el poder de Francia) en 1805.
La Constitución de 1801, que es la cristalización del pensamiento de Toussaint Louverture, es asimismo la clave que sirve para explicar todos los hechos registrados desde ese momento en adelante en la isla.
Cuando Toussaint, dando deslealmente la espalda a la causa de España, que lo había amparado y engrandecido, se pone al servicio de Francia, no cruza por su mente la idea de contribuir con su inteligencia y su valor al triunfo de las armas francesas. El ha pensado que la victoria española podría tal vez aparejar para él y los hombres de color que le siguen, grandes ventajas de todo orden. Eso es muy poco, sin embargo, para lo que aspira.
Lo que lo arrastra a la lucha como objetivo final es la emancipación de todos los hombres de su raza en Haití. Se había puesto al servicio de España porque así podía combatir a los odiados blancos franceses. Cuando éstos lo sonsacan se da cuenta al instante de que, introduciéndose a sus filas, podría combatirlos mejor más tarde. Su pensamiento se puede desde entonces resumir así: manumisión del negro de Haití; garantías para conservarla. Esas garantías son, según las ideas que han germinado en su cerebro, la destrucción del blanco y la eliminación de un vecino peligroso.
Por eso, cuando traiciona a España, su primer acto es asesinar a todos los blancos españoles a quienes encuentra en su camino: la norma está trazada. El segundo, la creación de un status sui generis para la isla, que instituye como su principal fundamento la “unidad e indivisibilidad política” de ésta.
Los habitantes de la parte española le habían recibido mal. Habían repudiado el tratado maldito de Basilea; no querían ser franceses, mucho menos ponerse bajo la coyunda de un hombre extraño que les inspiraba desprecio. Esa actitud lo conduce a adoptar como norma de su tratamiento para con ellos el terror, sin distinguir razas ni clases. No se detendrá en medios: desde la humillación soez hasta el exterminio. Los obliga a formar parte de la asamblea que aprueba la Constitución. Al saber que la ciudad de Santo Domingo ha ayudado a las tropas francesas de Kerverseau para que se apoderen de ella, pasa por las armas a todo el batallón Cantabria, formado en su mayoría por nativos de la colonia española, y al cual se había llevado en rehén para la colonia francesa.
Toussaint ha sido vencido por los franceses. La dirección del movimiento ha pasado a otros hombres de color, tan inteligentes, valerosos y malvados como él. Dessalines y Cristóbal, principalmente, quienes de torturadores de su propia raza al servicio de Francia, se convierten después en los definitivos liberadores de aquélla, contra Francia, alcanzan , en unión de Petion y otros, la victoria final.
Por eso, cuando traiciona a España, su primer acto es asesinar a todos los blancos españoles a quienes encuentra en su camino: la norma está trazada. El segundo, la creación de un status sui generis para la isla, que instituye como su principal fundamento la “unidad e indivisibilidad política” de ésta.
Los habitantes de la parte española le habían recibido mal. Habían repudiado el tratado maldito de Basilea; no querían ser franceses, mucho menos ponerse bajo la coyunda de un hombre extraño que les inspiraba desprecio. Esa actitud lo conduce a adoptar como norma de su tratamiento para con ellos el terror, sin distinguir razas ni clases. No se detendrá en medios: desde la humillación soez hasta el exterminio. Los obliga a formar parte de la asamblea que aprueba la Constitución. Al saber que la ciudad de Santo Domingo ha ayudado a las tropas francesas de Kerverseau para que se apoderen de ella, pasa por las armas a todo el batallón Cantabria, formado en su mayoría por nativos de la colonia española, y al cual se había llevado en rehén para la colonia francesa.
Toussaint ha sido vencido por los franceses. La dirección del movimiento ha pasado a otros hombres de color, tan inteligentes, valerosos y malvados como él. Dessalines y Cristóbal, principalmente, quienes de torturadores de su propia raza al servicio de Francia, se convierten después en los definitivos liberadores de aquélla, contra Francia, alcanzan , en unión de Petion y otros, la victoria final.
Proclámase la independencia de la colonia francesa, que es denominada de ahí en adelante, Haití, el nombre aborigen. El pensamiento que los mueve es el mismo que agitó la mente de Toussaint: el exterminio del blanco francés y la eliminación de todo vecino peligroso. La Constitución del nuevo Estado consagra como basamento de éste la “unidad e indivisibilidad política de la isla”. Todo poder extraño que se halle establecido en la antigua colonia española, aun cuando fuere ejercido por nativos, debe ser tenido como peligroso. Saben que el nativo de esta parte los mira con odio y hasta con desdén. La experiencia les ha enseñado, además, que ese sentimiento no se alberga tan sólo en el nativo blanco, sino por igual medida en el mestizo y en el negro, con excepciones contadísimas en ambas razas.
Como resultado lógico de esa situación, Dessalines invade en 1805 la antigua parte española de la isla, ahora bajo la administración francesa. El saqueo, el incendio, la matanza, son sus procedimientos. No hay respeto para nadie, ni para nada. Al invasor no le interesa la conquista del territorio por el deseo de extender su dominio. Si en sus manos estuviera cavar un profundo abismo que se tragara la parte de la isla no habitada por haitianos, lo haría. Lo único que se quiere es suprimir el vecino peligroso, tanto más cuanto que ahora gobiernan en Santo Domingo los franceses, hombres de la misma familia europea que tan cruel se mostró con sus esclavos.
Parte por la heroica resistencia que le opone la ciudad de Santo Domingo, parte por la aparición de naves de guerra franceses en las costas de la isla, que le hace temer una nueva represalia de Francia, Dessalines se retira a su dominio y deja convertida a la antigua parte española de Santo Domingo en un campo inmenso de desolación y muerte.
El corazón se llena de indignación y amargura en presencia del recuerdo de aquellos días trágicos.
En 1808 y 1809, los dominicanos, con el auxilio inglés y el español, se levantan contra los franceses. Produciéndose la rota de Palo Hincado y el sitio de la ciudad de Santo Domingo. Haití se había dividido en dos Estados: un reino en el Norte, con Cristóbal a la cabeza, y una república en el Sur, presidida por Petion. Cristóbal (Ahora Henri I) ayuda con armas y dinero a don Juan Sánchez Ramírez en su empresa de arrojar de Santo Domingo a los franceses. Es un esfuerzo con una forma nueva para contribuir a la eliminación del vecino peligroso. Sánchez Ramírez se lo agradece. También nosotros debemos agradecérselo, haciendo un abono en su obsequio, cual que hubiese sido su reserva mental, porque, según yo lo veo, el movimiento de 1808, que le aseguró al pueblo dominicano su filiación española, es la más trascendental de las revoluciones que registra nuestra historia.
Restablecido el dominio español en Santo Domingo, la política haitiana de “unidad e indivisibilidad” o eliminación del vecino peligroso, entra en receso. Varios factores concurren a esa situación: la escisión de Haití en dos estados; la presidencia, en el Sur, de Petion, el único caudillo haitiano que economizó lágrimas a los dominicanos; el temor a la autoridad de España, que, si hasta cierto punto nominal, puede hacerse sentir con no demasiado esfuerzo, son los principales.
Apenas vuelve a consolidarse el Estado haitiano mediante la reunión del Norte y el Sur, después de la muerte de Cristóbal y Petion, y queda erigida la República de Haití bajo la presidencia de Boyer, aquella política es puesta otra vez en actividad. El procedimiento difiere de los anteriores. Emplease la zapa, por medio de la corrupción en unas ocasiones; de la intimidación en las más. Para esta labor es escogido en el Sur el astuto haitiano Desir Dalmazi, edecán del presidente Boyer. Nativos dominicanos de la frontera, de pésimos antecedentes, que ya se habían singularizado en su cooperación a la política haitiana, le secundan en otras regiones.
Uno de ellos, Justo José de Silva, antiguo prófugo de la justicia por delitos comunes, riega la semilla del miedo en las comarcas del Noroeste y el Norte, las que más cruelmente habían sido tratadas por Dessalines y Cristóbal. Sería contrario a toda lógica pensar que podía haber sido otro el medio. “Combatida fieramente España en todos sus dominios de América, de los cuales le restaban ya tan sólo jirones, sus días estaban contados en Santo Domingo, de donde al fin le arrojarían las armas haitianas. Cuando esto sucediera, si los dominicanos no se apresuraban a bienquistarse con Haití, su suerte sería terrible”. Silva, así como José Tavares, antiguo teniente de Cristóbal, y otros eran los pregonadotes en esa forma del dies irae.
¿Podía ser, acaso, de otro modo? Se explica que, cuando se trató, cuarenta años después, de reincorporar Santo Domingo a España, los propagadores de las ideas anexionistas emplearon la seducción como medio para inducir a las masas a ver con buenos ojos la vuelta del antiguo poder metropolitano. En su mayoría, los dominicanos vivían añorando el recuerdo de los tiempos coloniales, parte por lo plácidamente que se deslizaba entonces la vida de los nativos, parte por el duro contraste que afrontaron cuando de la dominación española pasaron (con el cortísimo interregno de la fugaz independencia del 1821) al yugo haitiano.
Los viejos, sobre todo, evocaban cada día la memoria de aquellos tiempos pasados, que, al ser rumiados, constituían para ellos un manjar delicioso. De los haitianos no se tenían sino recuerdos muy amargos. A nadie se le podía llamar a engaño ofreciéndole un futuro halagueño por medio de la consolidación de Haití y Santo Domingo. Era natural, además, que, no obstante lo exiguo e inerme de la población dominicana, Boyer quisiese evitar que funcionasen las armas. No se podía olvidar la resistencia del coronel Serapio Reinoso del Orbe en el paso del Yaque cuando la invasión de Dessalines en 1805. Un choque sangriento debía evitarse, no sólo por lo que significaba por sí mismo, sino por la menera como podía trascender en España y en Colombia.
Lo que Boyer necesitaba era que los dominicanos aparecieran ante el mundo pidiendo, implorando quizá, su unión con Haití para salir de la condición en que se hallaban. Cuando el brigadier Kindelán, capitán general de Santo Domingo, le escribe en diciembre de 1820 para pedirle explicaciones sobre las maniobras de Dalmazi en la frontera, que eran estimadas como los signos precursores de un atentado contra la soberanía española, Boyer le contesta expresándole, a vuelta de diversas consideraciones, que “si hubiera querido dar oídos a sordas insinuaciones, a reclamos, y para decirlo de una vez, a empresas dirigidas a pertubar la parte española, hacía mucho tiempo que lo habría realizado”, concluyendo por declarar que no aspiraba a “otros títulos que los de consolador y pacificador de los oprimidos (rissum teneatis) y que su espada no acaudillaría nunca ejércitos para hace conquistas sangrientas”.
Esas expresiones denuncian el pensamiento y el plan del caudillo haitiano. Ha puesto la fruta a madurar, sirviéndose de los medios de su industria política, y se está preparando para tomarla cuando pueda hincar en ella sin mucha dificultad el diente. Pero la labor industrial de madurez no cesa , a pesar de que el representante del rey de España se halla bien advertido del trabajo de zapa que se ha estado llevando a cabo en el territorio que gobierna.
Entonces, un acontecimiento ayuda la madurez a apresurarse: Kindelán es sustituido en el puesto de capitán general de Santo Domingo por el brigadier don Pascual Real, el teniente del rey. A la pericia de aquel le sucede la ineptitud de éste. Otro acaba de completar el proceso: el movimiento del 1º de diciembre de 1821 (proclamación independentista de Núñez de Cáceres/Nota de Orbe Quince) . Los agentes de Boyer, ya sin ambajes, se entregan de lleno a su labor de propaganda y haciendo cundir por todas partes el miedo a las represalias que una actitud hostil de los dominicanos a la resolución del presidente haitiano provocaría contra ellos, obtienen que personas significativas de los pueblos del Cibao y del Sur proclamen el deseo de éstos de que Santo Domingo quede unido a Haití y enarbolen el pabellón de la república de Occidente como signo de que la isla toda es Haití, una e indivisible.
Boyer se dirige al doctor José Núñez de Cáceres, gobernador político y presidente del Estado recién proclamado, para exigirle, bajo amenaza, que se someta al dominio haitiano, y finalmente, a la cabeza de un ejército numeroso, invade y ocupa, entre fines de enero y principios de febrero de 1822, el territorio dominicano.
Como resultado lógico de esa situación, Dessalines invade en 1805 la antigua parte española de la isla, ahora bajo la administración francesa. El saqueo, el incendio, la matanza, son sus procedimientos. No hay respeto para nadie, ni para nada. Al invasor no le interesa la conquista del territorio por el deseo de extender su dominio. Si en sus manos estuviera cavar un profundo abismo que se tragara la parte de la isla no habitada por haitianos, lo haría. Lo único que se quiere es suprimir el vecino peligroso, tanto más cuanto que ahora gobiernan en Santo Domingo los franceses, hombres de la misma familia europea que tan cruel se mostró con sus esclavos.
Parte por la heroica resistencia que le opone la ciudad de Santo Domingo, parte por la aparición de naves de guerra franceses en las costas de la isla, que le hace temer una nueva represalia de Francia, Dessalines se retira a su dominio y deja convertida a la antigua parte española de Santo Domingo en un campo inmenso de desolación y muerte.
El corazón se llena de indignación y amargura en presencia del recuerdo de aquellos días trágicos.
En 1808 y 1809, los dominicanos, con el auxilio inglés y el español, se levantan contra los franceses. Produciéndose la rota de Palo Hincado y el sitio de la ciudad de Santo Domingo. Haití se había dividido en dos Estados: un reino en el Norte, con Cristóbal a la cabeza, y una república en el Sur, presidida por Petion. Cristóbal (Ahora Henri I) ayuda con armas y dinero a don Juan Sánchez Ramírez en su empresa de arrojar de Santo Domingo a los franceses. Es un esfuerzo con una forma nueva para contribuir a la eliminación del vecino peligroso. Sánchez Ramírez se lo agradece. También nosotros debemos agradecérselo, haciendo un abono en su obsequio, cual que hubiese sido su reserva mental, porque, según yo lo veo, el movimiento de 1808, que le aseguró al pueblo dominicano su filiación española, es la más trascendental de las revoluciones que registra nuestra historia.
Restablecido el dominio español en Santo Domingo, la política haitiana de “unidad e indivisibilidad” o eliminación del vecino peligroso, entra en receso. Varios factores concurren a esa situación: la escisión de Haití en dos estados; la presidencia, en el Sur, de Petion, el único caudillo haitiano que economizó lágrimas a los dominicanos; el temor a la autoridad de España, que, si hasta cierto punto nominal, puede hacerse sentir con no demasiado esfuerzo, son los principales.
Apenas vuelve a consolidarse el Estado haitiano mediante la reunión del Norte y el Sur, después de la muerte de Cristóbal y Petion, y queda erigida la República de Haití bajo la presidencia de Boyer, aquella política es puesta otra vez en actividad. El procedimiento difiere de los anteriores. Emplease la zapa, por medio de la corrupción en unas ocasiones; de la intimidación en las más. Para esta labor es escogido en el Sur el astuto haitiano Desir Dalmazi, edecán del presidente Boyer. Nativos dominicanos de la frontera, de pésimos antecedentes, que ya se habían singularizado en su cooperación a la política haitiana, le secundan en otras regiones.
Uno de ellos, Justo José de Silva, antiguo prófugo de la justicia por delitos comunes, riega la semilla del miedo en las comarcas del Noroeste y el Norte, las que más cruelmente habían sido tratadas por Dessalines y Cristóbal. Sería contrario a toda lógica pensar que podía haber sido otro el medio. “Combatida fieramente España en todos sus dominios de América, de los cuales le restaban ya tan sólo jirones, sus días estaban contados en Santo Domingo, de donde al fin le arrojarían las armas haitianas. Cuando esto sucediera, si los dominicanos no se apresuraban a bienquistarse con Haití, su suerte sería terrible”. Silva, así como José Tavares, antiguo teniente de Cristóbal, y otros eran los pregonadotes en esa forma del dies irae.
¿Podía ser, acaso, de otro modo? Se explica que, cuando se trató, cuarenta años después, de reincorporar Santo Domingo a España, los propagadores de las ideas anexionistas emplearon la seducción como medio para inducir a las masas a ver con buenos ojos la vuelta del antiguo poder metropolitano. En su mayoría, los dominicanos vivían añorando el recuerdo de los tiempos coloniales, parte por lo plácidamente que se deslizaba entonces la vida de los nativos, parte por el duro contraste que afrontaron cuando de la dominación española pasaron (con el cortísimo interregno de la fugaz independencia del 1821) al yugo haitiano.
Los viejos, sobre todo, evocaban cada día la memoria de aquellos tiempos pasados, que, al ser rumiados, constituían para ellos un manjar delicioso. De los haitianos no se tenían sino recuerdos muy amargos. A nadie se le podía llamar a engaño ofreciéndole un futuro halagueño por medio de la consolidación de Haití y Santo Domingo. Era natural, además, que, no obstante lo exiguo e inerme de la población dominicana, Boyer quisiese evitar que funcionasen las armas. No se podía olvidar la resistencia del coronel Serapio Reinoso del Orbe en el paso del Yaque cuando la invasión de Dessalines en 1805. Un choque sangriento debía evitarse, no sólo por lo que significaba por sí mismo, sino por la menera como podía trascender en España y en Colombia.
Lo que Boyer necesitaba era que los dominicanos aparecieran ante el mundo pidiendo, implorando quizá, su unión con Haití para salir de la condición en que se hallaban. Cuando el brigadier Kindelán, capitán general de Santo Domingo, le escribe en diciembre de 1820 para pedirle explicaciones sobre las maniobras de Dalmazi en la frontera, que eran estimadas como los signos precursores de un atentado contra la soberanía española, Boyer le contesta expresándole, a vuelta de diversas consideraciones, que “si hubiera querido dar oídos a sordas insinuaciones, a reclamos, y para decirlo de una vez, a empresas dirigidas a pertubar la parte española, hacía mucho tiempo que lo habría realizado”, concluyendo por declarar que no aspiraba a “otros títulos que los de consolador y pacificador de los oprimidos (rissum teneatis) y que su espada no acaudillaría nunca ejércitos para hace conquistas sangrientas”.
Esas expresiones denuncian el pensamiento y el plan del caudillo haitiano. Ha puesto la fruta a madurar, sirviéndose de los medios de su industria política, y se está preparando para tomarla cuando pueda hincar en ella sin mucha dificultad el diente. Pero la labor industrial de madurez no cesa , a pesar de que el representante del rey de España se halla bien advertido del trabajo de zapa que se ha estado llevando a cabo en el territorio que gobierna.
Entonces, un acontecimiento ayuda la madurez a apresurarse: Kindelán es sustituido en el puesto de capitán general de Santo Domingo por el brigadier don Pascual Real, el teniente del rey. A la pericia de aquel le sucede la ineptitud de éste. Otro acaba de completar el proceso: el movimiento del 1º de diciembre de 1821 (proclamación independentista de Núñez de Cáceres/Nota de Orbe Quince) . Los agentes de Boyer, ya sin ambajes, se entregan de lleno a su labor de propaganda y haciendo cundir por todas partes el miedo a las represalias que una actitud hostil de los dominicanos a la resolución del presidente haitiano provocaría contra ellos, obtienen que personas significativas de los pueblos del Cibao y del Sur proclamen el deseo de éstos de que Santo Domingo quede unido a Haití y enarbolen el pabellón de la república de Occidente como signo de que la isla toda es Haití, una e indivisible.
Boyer se dirige al doctor José Núñez de Cáceres, gobernador político y presidente del Estado recién proclamado, para exigirle, bajo amenaza, que se someta al dominio haitiano, y finalmente, a la cabeza de un ejército numeroso, invade y ocupa, entre fines de enero y principios de febrero de 1822, el territorio dominicano.
II
Enuncié antes, y ratifico ahora que cuando la dominación haitiana fue establecida en nuestro país, este hecho se produjo por medio de una incorporación forzada. Agrego que no fue el resultado de un querer del pueblo dominicano, ni tampoco el de un partido, ni siquiera el de la generalidad de las personas a quienes se hizo aparecer como solicitando la unión de ambos Estados, sino la obra de la coacción llevada a cabo por el Gobierno haitiano y que se desarrolló por medio de la intimidación a los dominicanos.
El argumento empleado por quienes creen que hubo una unión voluntaria es el que, indudablemente, se realizaron los hechos que, en los primeros párrafos de este escrito, doy por sentados y comprobados.
El conocimiento que la historia nos transmite de la situación creada en el espíritu del pueblo dominicano por los actos vandálicos que perpetraron los caudillos haitianos en la primera década del siglo decimonono; las circunstancias que rodearon algunos de los hechos que procedieron a la invasión; la actitud revelada en su obra y sus escritos por Boyer; la conducta que observó nuestro pueblo en el momento de la ocupación y después de operada ésta; la guerra que nos hizo Haití después del establecimiento de la República Dominicana, son, sin embargo, harto elocuentes para que aquella creencia pueda ser sustentada con algún fundamento.
Los crímenes contra la humanidad y la civilización que Toussaint y sus tenientes y Dessalines y los suyos consumaron en la antigua parte española de la isla entre 1800 y 1805 no son ni han sido nunca objeto de duda. Los historiadores haitianos son tal vez quienes más de relieve los han puesto. Que en el recuerdo de muchos habitantes de Santo Domingo que les sobrevivieron (apenas habían transcurrido diez y seis años) y en la mente de la generación que se había formado a raíz de acaecidos, tales atentados mantuvieron una impresión de espanto, de terror, de pérdida del propio dominio, sobre todo cuando carecían de elementos de defensa, es consecuencia que nadie puede discutir, sin ponerse en contradicción con la naturaleza humana.
Dentro de semejantes circunstancias, pues, no es razonable pensar que hubiera quien creyese que de los haitianos podía recibir bien alguno, ni que obrase por medio del ejercicio de una voluntad libre cuando aparentara querer la unión de Santo Domingo a Haití.
Es inconcebible, por otra parte, que entre los dominicanos, quienes habían repudiado con la mayor suma posible de energía el Tratado de Basilea, que los había uncido al poder de Francia, porque consideraban a esta nación no merecedora de gobernarlos; que habían derramado su sangre para arrojar del país a los franceses con el fin de que de nuevo ondease en Santo Domingo la bandera de España, hubiera quienes volviesen los ojos a una nación recién formada, de otra tradición, de distinto origen, de otra lengua, cuyos caudillos habían sido sus verdugos, a la cual no les ligaba sino el nexo de la vecindad y cuyos prejuicios y odios raciales se habían manifestado tan fieramente aun después de conquistada en brava y heroica lid su liberación.
¿Cómo creer, pongo el caso, que Santiago, víctima inmolada por el tetrarca Cristóbal en aras de los designios de “Haití uno e indivisible”; que conservaba, fresco aún, el recuerdo de su devastación, el pillaje de sus bienes, la violación de sus vírgenes, el sacrificio de sus sacerdotes y oficiales de gobierno, mártires de su tradición y de su raza, abriera los brazos para llamar hacia sí, como “consoladores y pacificadores de los oprimidos”, a los mismos hombres que tanto mal le habían causado?
Entre los portadores del mensaje enviado a Boyer por la Junta figuraba don Fernando Morel de Santa Cruz, varón de la misma estirpe de aquel obispo Morel de Santa Cruz, noble hijo de Santiago, a quien debió Cuba en gran parte su liberación de los ingleses. Los otros eran también individuos principales, sobre los cuales se había hecho sentir más la influencia de la amenaza de que eran voceros los agentes del presidente de Haití.
No había en los actos y movimientos de aquellos hombres un ejercicio libre de su voluntad.
Las circunstancias que rodearon el enarbolamiento de la bandera haitiana en algunas poblaciones y las expresiones usadas por quienes figuraron como los conductores del pueblo en ellas ponen de manifiesto la intervención de la violencia, solapada o descubierta.
En Monte Cristo es el chef de squadron haitiano Charles Arrieu quien la iza, después de “arriar, patear y romper en trizas el pabellón de Colombia”, dice Núñez de Cáceres en su carta a Soublette, vicepresidente de aquella república, el 6 de agosto de 1822. Cuando el comandante de La Vega, don Juan Rondón, escribe a Boyer el 4 de enero de ese año para participarle que “esta ciudad, vecina de Santiago, ha seguido su ejemplo”, le dice: “yo hago, pues, mi sumisión a Vuestra Excelencia”. En Puerto Plata el concejal Leoncio Juliá se niega a firmar el pliego del pronunciamiento y es objeto después de persecuciones de parte de las autoridades haitianas.
La tradición constante del pueblo dominicano fue siempre, además, la de que la mayoría de los escritos que se publicaron para comprobar el llamado que los dominicanos habían hecho a Boyer habían sido antidatados. Yo recuerdo haberla oído de labios de la señora Magdalena de los Ríos, inolvidable comadrona de esta ciudad, de pura raza negra, cuando, en perfecta lucidez, contaba ya noventa y cinco años. De sus labios escuché igualmente la relación de sucesos muy interesantes. Ella recordaba el día de la proclamación de la independencia e incorporación de Santo Domingo a la Gran Colombia. “Yo estaba chiquita –me decía-, pero me acuerdo de eso. Me acuerdo de que mi madre me contaba, cuando ya estaba crecida, que nadie, ni los blancos ni los negros, estaba conforme con lo que hizo don José Núñez. Mi mamá, cada vez que los haitianos hacían una de las suyas, nos decía: esto se lo debemos a don José Núñez, porque por su disparate de botar la España, están aquí esos malvados.”
La carta de Núñez de Cáceres a Soublette de que hice referencia (véase Clio, órgano de la Academia Dominicana de la Historia, julio-agosto 1933), confirma aquella tradición. En esa carta el ilustre prócer también escribió: “Cuando Santiago se vio amenazada de una irrupción a sangre y fuego dobló la cerviz para no verse de nuevo reducida a cenizas, como en las anteriores invasiones de estos vándalos: esta es la pura verdad, y puede V. E. estar seguro de que será el primero de los pueblos que sacuda el yugo en cuanto le avise que ha llegado la hora de las venganzas”, (Visión de 1844.)
De que fue la violencia el medio de que se sirvió Boyer para llevar a cumplimiento la política haitiana de eliminación del vecino peligroso, su carta a Núñez de Cáceres del 11 de enero de 1822 y el método que puso en ejecución para ocupar a Santo Domingo son la mejor prueba de ello. “Desde la proclamación de la independencia –se lee en esa carta- jamás hemos entendido que la isla de Haití fuese divisible”. Más adelante: “Las calamidades sufridas por nuestra patria son las que han impedido que hasta ahora no se haya unificado el territorio”. Finalmente:”Espero encontrar en todas partes hermanos, amigos, hijos a quienes abrazar. NO HABRA, EMPERO, OBSTACULO QUE SEA CAPAZ DE DETENERME”. Todo eso a vuelta de expresar que había sido llamado por los dominicanos y de exponer que venía “como pacificador y conciliador de todos los intereses”.
Cinco o seis días después, un ejército de catorce mil hombres atraviesa la frontera y paso a paso va apoderándose de todo el país, hasta ocupar la ciudad de Santo Domingo el 9 de febrero.
La situación de espíritu en que se quiere hacer aparecer a los dominicanos no puede conciliarse con la conducta del caudillo haitiano, que amenaza, y que apoya su amenaza en un numeroso ejército al entrar en el territorio de un pueblo indefenso.
¿Que hubo cooperación dominicana en los hechos realizados por el gobierno de Haití? Nadie lo niega. Lo que no se puede decir es que aquello fuera una “cooperación DE la Parte del Este.” Cooperación EN, a lo sumo, que es situación muy diferente. La historia ha recogido los nombres de aquellos cooperadores, todos de triste celebridad, no sólo por el vil papel que desempeñaron en la obra de intimidación del pueblo dominicano, sino por los antecedentes bochornosos que los habían descalificado como individuos hacía tiempo.
“La facilidad con que se hace esta entrada –escribió el ilustre historiador Saint Remy- ha servido maravillosamente para el desarrollo de una tesis que los haitianos han siempre propagado y sostenido con la mira intencionada que se advierte a primera vista. De darle oída a los escritores de la República [haitiana], la anexión del 1822 fue un acto voluntario y espontáneo; la toma de posesión del presidente [Boyer] no fue sino la conquista de los corazones. Pero no hay nada menos cierto que esta aseveración histórica. La toma de posesión del 1822 fue pacífica; pero bajo el terror que antes había producido Toussaint en la mayoría de las poblaciones. Los españoles de Santo Domingo daban solamente en estas circunstancias una prueba de esa manera extraña de ser y carácter que los acontecimientos anteriores dejan bien precisada. Plenos de energía para sacudir una dominación establecida, indomables y perseverantes en la insurrección, son mórbidos y débiles en la resistencia. Con tal naturaleza toda sumisión, mirada de lejos y al través de cierta fraseología interesada, puede parecer una conquista de corazones.”
Véase, si de acuerdo con esas apreciaciones, procedentes de una fuente insospechable, se podía tomar como cooperación del pueblo de Santo Domingo, la abyecta labor de aquellos nativos, instrumentos de las maniobras de Boyer.
Por lo demás, lo que dice de nuestro pueblo el historiador Saint Remy es aplicable a nosotros en la misma medida que lo ha sido a todos los pueblos del orbe cuando se han hallado en estado de indefensa frente a la agresión de un vecino fuerte y agresivo.
III
Los acontecimientos que se desarrollaron durante la dominación haitiana, en que el ocupante necesitaba estar ojo avisor para denunciar las conspiraciones que se urdían frecuentemente, la labor paciente y enérgica de los fundadores de la nacionalidad, que no paró hasta obtener la proclamación de la República el 27 de febrero de 1844, la resistencia victoriosa durante más de una década que se estuvo oponiendo después a las invasiones haitianas organizadas por los caudillos de Occidente que se empeñaban en volver a ocupar a este país, son muy concluyentes en el sentido de enseñar que, al hablarse de la resistencia en casos similares, hay que distinguir entre la situación que se produce por causa de un elemento puramente objetivo, la falta de elementos con que poder resistir al enemigo, y la que se caracteriza por el elemento subjetivo de la manera de ser de un agrupamiento social.
Por carecerse de los elementos necesarios para poder hacer resistencia al invasor haitiano, fue justamente, por lo que al golpe de Estado del 1º de diciembre de 1821 siguió una lucha enconada; pero incruenta.
La inmensa mayoría de los dominicanos quería que Santo Domingo permaneciese bajo el poder de España. Había en realidad dominicanos que deseaban deshacerse de ésta; pero ésos eran una minoría escasa. El ideal de independencia y soberanía no existía. Los mismos que se mostraban descontentos del poder español limitaron sus aspiraciones a independizar al país de España y proclamar la unión de éste a la naciente República de la Gran Colombia.
Había también quienes, según vimos antes, se dedicaban a una labor haitianizante; pero tales sujetos no personificaban la expresión de ninguna parte del sentimiento público. Eran simplemente agentes de Boyer, de quien recibían instrucciones y con quien se hallaban en comunicación constante.
El temor a que se abriese a los haitianos una brecha para invadir el suelo patrio eran tan común a los amigos como a los desafectos de España.
Siempre se le ha reprochado con razón al doctor Núñez de Cáceres que se lanzase a aquella aventura, sin medir las consecuencias desde el punto de vista de la política haitiana. La historia descubriría algún día qué pensamientos oscurecieron el entendimiento del ilustre patricio para hacerle descartar de sus previsiones el peligro que la generalidad veía en lontananza.
Tal vez qué nuevas brujas de Macbeth deslizaron en su oído palabras de seguridad de que su obra de emancipación de España sería aprobada por Haití, que así consideraría eliminado al vecino peligroso. El mismo desacertado nombre de “Haití español”, con que se adornó el sui generis naciente Estado, parece indicarlo.
IV
Se ha afirmado con sobradas pruebas que una gran parte del elemento peninsular español se puso del lado de los haitianos cuando la invasión se operó y una fracción desde cuando estaba a punto de operarse. En su carta al general Soubette les llama el doctor Núñez de Cáceres “españoles desnaturalizados”. Nuestro historiador García asienta que el único a quien no se pudo arrastrar en ese camino fue, en la ciudad de Santo Domingo, a don Juan Duarte, padre de quien había de ser más tarde el insigne fundador de la República.
Aquellos españoles, sin embargo, no pueden ser considerados como una expresión del sentimiento público, en el sentido de que quisieran ver establecida en el país la autoridad del gobierno haitiano.
La autoridad de España en la colonia era nominal únicamente. “La España boba” se le llamó y ha seguido llamándosele a aquella época. Esas expresiones populares encierran todo un concepto. Las calamidades que el gobierno del rey afrontaba en la Península y el estado de insurrección en que se hallaba toda la América del Sur contra su autoridad no le permitían poner la atención que era menester en esta colonia, de la cual no sacaba ninún provecho.
Así y todo, la sola presencia de sus representantes en Santo Domingo era bastante para imponer respeto a los haitianos. Una invasión que éstos intentaran constituiría ya un estado de guerra que la obligara a poner los ojos en su desamparada colonia. Los haitianos sabían que de Cuba y Puerto Rico podían venir auxilios que frustraran sus propósitos de absorción de nuestro territorio.
Al producirse el movimiento del 1º de diciembre, el elemento peninsular español, dedicado casi todo al ejercicio del comercio, y que, con muchísima razón, había repudiado el cambio de régimen llevado a cabo, se encontró con este dilema en presencia de aquellos sucesos y de los preparativos que nadie ignoraba estaba haciendo Haití para invadir a Santo Domingo: o los residentes españoles se ponían de parte del flamante gobierno recién establecido por Núñez de Cáceres, que, al par de una repugnancia muy legítima, les inspiraba una seria desconfianza, tanto por la condición de nacionalidad de ellos, como por lo endeble de la autoridad que el nuevo gobierno encarnaba, o, aplicando la vieja regla de conducta doméstica de “hacer del ladrón, fiel”, se situaban al lado del poder haitiano, que fatalmente iba a asentarse en Santo Domingo y contra el cual no podían manifestarse, so pena de perder su futura protección y aun verse expuestos a represalias.
La justicia más elemental se opone a que aquellos hombres sean condenados por haberse acogido a la segunda alternativa.
Muchos de ellos, o sus hijos, fueron con el andar de los años ardientes servidores de la independencia dominicana.
Los acontecimientos que, dentro de la lógica que los presidía, fueron registrándose, son, además, la revelación más completa de la visión que tuvieron. Porque, si Haití no había invadido el territorio de la parte española de la isla hasta entonces, se había debido principalmente a las serias disensiones que en su interior lo dividían y a la presencia del poder de España en nuestra tierra, que él temía, pero que confiaba en que tarde o temprano desaparecería. En su carta del 11 de enero a Núñez de Cáceres. Boyer lo dice, cuando escribe: “Las calamidades sufridas por nuestra patria son las que han impedido que hasta ahora no se haya unificado todo el territorio”… “Yo estaba convencido de que no se hallaba lejos el tiempo en que se podría operar ya una revolución moral, determinando así el cambio de la desgraciada situación en que se hallaban sumidos (los dominicanos) lo que daría por resultado incorporar, sin choques violentos, mis compatriotas de la parte oriental, bajo la égida y protección tutelar de las leyes de la República [haitiana].”
Si en vez de la conducta prudente y resignada con que obraron nuestros antepasados todos en los momentos de la invasión haitiana y del fervor con que mantuvieron siempre encendido después el fuego sacro del patriotismo hasta ver realizado en 1844 el pensamiento que nunca dejó de latir en su pecho, hubiesen escogido la vía del sacrificio, Santo Domingo tendría asignado hoy un sitio en la lista de los pueblos que sucumbieron por el martirio.
Yo prefiero que, en vez de eso, y por no haber sido aniquilado entonces, pueda figurar hoy en el catálogo de los pueblos libres, soberanos e independientes.-
Texto íntegro de “La ocupación de Santo Domingo por Haití”
Por M. de J. Troncoso de la Concha
Individuo de la Academia Dominicana de
la Historia – expresidente de la República.
La Nación, C. por A. Ciudad Trujillo, República
Dominicana, 1942
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